Chicos, os he marcado en rojo los títulos de los relatos que tenéis que leer.
SELECCIÓN DE RELATOS INQUIETANTES DE LOS SIGLOS XIX Y XX
SELECCIÓN DE RELATOS INQUIETANTES DE LOS SIGLOS XIX Y XX
FPBÁSICA ELE y FM
La leyenda
de Sleepy Hollow, 1820, de
Washington Irving (Estados Unidos)
En lo más
profundo de una de las inmensas
ensenadas de playas que el Hudson acaricia en sus orillas orientales, se
produce un enorme ensanchamiento al que los viejos marinos holandeses llamaron
en tiempos Tappan Zee; para navegarlo, recogían las velas prudentemente
mientras invocaban a San Nicolás. Justo allí se alza una pequeña aldea con su
puerto recoleto, a la que algunos dan el nombre de Greensburg, pero a la que la
mayoría de la gente llama Tarry Town. Recibió este nombre, por lo que sabemos,
en tiempos antiguos; se lo dieron las buenas mujeres de un villorrio vecino,
pues era en las tabernas de Tarry Town donde sus maridos se demoraban muy
largamente en los días de mercado. Eso es lo que dicen; yo no puedo dar fe de
ello, pero aquí lo hago constar en aras de la autenticidad de los hechos que se
narran.
No muy lejos
de esta villa, acaso a un par de millas, se abre un valle pequeño, al que acaso
haya que llamar simplemente una lengua de tierra entre las altas colinas, que
desde luego no tiene igual en todo el mundo por la tranquilidad que allí se
respira. Un arroyuelo cruza el valle con su rumor delicioso que le obliga a uno
a descansar. Allí, ningún ruido turba tu paz, salvo, acaso, el canto súbito de
una codorniz o el repiqueteo de un pájaro carpintero en cualquier árbol, nada
más; el resto, tranquilidad plena.
Recuerdo
que, siendo yo niño, hice mi primera cacería de ardillas en un bosque preñado
de nogales no muy altos que derramaban su sombra a uno de los lados de aquel
pequeño valle. Vagabundeaba por allí al mediodía, en esas horas en las que la
naturaleza se muestra particularmente inmóvil, y me sobresaltó el estruendo que
hizo mi propia escopeta al disparar, pues en la profanación de aquel silencio
sabático el disparo se eternizó en el aire hasta que al fin el eco me lo
devolvió con furia. Si alguna vez deseara retirarme del mundo y todas sus
tentaciones buscando el solaz de los lugares más encantadoramente apacibles y
gratos, no dudaría en dirigirme a este pequeño valle, pues ningún otro lugar conozco
que tanta paz ofrezca.
Este lugar,
desde tiempos remotos, desde que se asentaron aquí los primeros colonos
holandeses, se conoce como Sleepy Hollow,
sin duda por las características tan peculiares de los descendientes de los
colonos holandeses, gente apacible, serena, acaso indolente.
También
desde antiguo se llama a los mozos del lugar, en los pueblos vecinos, los
muchachos del valle soñoliento. Realmente, es como si esta tierra estuviera
envuelta en una atmósfera de ensoñación y calma densa. Algunos cuentan que fue
hechizada por cierto doctor alemán en los primeros tiempos de los asentamientos
de colonos; para otros, fue un antiguo jefe indio, mago o profeta de la tribu,
el que encantó la región antes de que la descubriese Hendrick Hudson. Y ciertamente
parece este lugar, aún hoy, envuelto en un poderoso hechizo que llena de
extrañas fantasmagorías las cabezas de esas buenas gentes que lo habitan,
haciéndoles caminar de continuo en una especie de duermevela. Creen, por
supuesto, en los más raros poderes; suelen caer a menudo en trance y tienen
visiones; escuchan en el aire voces y músicas indescifrables... No hay vecino
que no tenga noticia de algún hecho extraordinario o que no se sepa alguna
historia maravillosa, o que no pueda señalar qué paraje alberga entre sus
profusas sombras algún espectro acechante; las estrellas fugaces y los
meteoritos de fuego a menudo cruzan el valle, acaso por todo ello, con más
frecuencia que en cualquier otra parte de la región; podría decirse, pues, que
aquí el demonio de la pesadilla y sus figuras diabólicas tienen el mejor
escenario posible para ejecutar sus danzas y morisquetas. El espíritu
dominante, sin embargo, el que más influjo tiene sobre la imaginación de las
gentes, el que parece someter a todos los espíritus que habitan los aires, es
un fantasma, auténtico rey de esta región encantada; un fantasma decapitado que
se aparece a lomos de un caballo... Para algunos, no es otro que el espectro de
un soldado que sirvió en la caballería de Hesse; un soldado al que una bala de
cañón arrancó de cuajo la cabeza en una batalla de la Guerra Revolucionaria y
que aún galopa, como llevado por el viento, en las noches más oscuras. Sus
dominios, empero, no son únicamente los del valle, y muchos aseguran haberlo
visto por caminos más alejados y especialmente en las cercanías de una iglesia
apartada del pueblo. Los historiadores de la región más dignos de aprecio
aseguran que, tras haber estudiado en detalle todas las versiones que se dan
sobre el jinete decapitado, y tras haberlas contrastado, han llegado a la
conclusión de que el cuerpo de aquel soldado recibió sepultura en el camposanto
de aquella iglesia junto a la que se aparece, sí, pero que su fantasma vaga por
las noches y pena en busca de su cabeza en lo que fue campo de batalla;
después, antes de que amanezca, ha de regresar a su tumba... Por eso atraviesa
a galope tendido el valle poco antes de que comience a clarear el día.
Así es como
se interpreta, de común, esta superstición legendaria, que tanto alienta las
historias que se dicen unos a otros los habitantes de esta región en sombras;
así es como se dio al espectro el nombre de El
Jinete sin cabeza de Sleepy Hollow.
Reseñemos, sin embargo, un hecho claro, cual lo es que la propensión a tener
visiones espectrales no es sólo cosa de estas buenas gentes que habitan el
valle; aseguro que quien resida aquí por un tiempo también las tendrá. No
importa cuán despierto hayas sido, una vez te adentras en las sombras de esta
región ya no puedes permanecer ajeno a su influjo; la ensoñación mágica de su
atmósfera se apodera de ti al instante; no tardarás mucho en tener visiones, en
soñar con los ojos abiertos. Tengo mucho cariño a este pacífico lugar, sin
embargo, pues fue aquí, al igual que en otros valles próximos, donde los holandeses
que buscaron refugio en el gran Estado de Nueva York dejaron costumbres, usos y
tradiciones que aún se conservan, en contra de lo ocurrido en otros lugares,
donde han sido arrastradas por la marea inmigratoria y por el progreso que
transforma día a día nuestra emprendedora nación, de manera imparable. Por eso
digo que un lugar como Sleepy Hollow
es un remanso de paz en el que las corrientes migratorias no se llevan ni la
hierba ni el cauce de los arroyos con sus aguas saltarinas y burbujeantes;
tienen aquí una suerte de puerto en el que remansarse mientras más allá se
producen los torrentes que arrasan. Ya han pasado muchos años desde que logré
despojarme, además, del velo de sombras de Sleepy
Hollow, pero aún me pregunto si no seguirán en el valle los mismos árboles
y en el pueblo las mismas familias vegetando en este confín que les da
protección. En este apartado rincón de la naturaleza vivía en una época ya
remota de la historia americana, esto es, hace unos treinta años, una bellísima
persona llamada Ichabod Crane, que se «aletargaba», cual gustaba decir, en Sleepy Hollow, para instruir
convenientemente a los niños del pueblo. Era natural de Connecticut, un Estado
que abastece a la Unión de aventureros de obra y de pensamiento y del que cada
año parten miles de hombres para trabajar como leñadores en las fronteras con
los otros estados o como maestros de escuela en los mismos. El apellido Crane le
iba de maravilla. Era alto, extremadamente flaco, de largos brazos, de piernas
no menos desmesuradas, con los hombros muy estrechos, con las manos que
parecían írsele casi una milla de las mangas, con los pies que podían haberse
utilizado como si fueran palas, con toda su estampa, en fin, como desmadejada,
como si su cuerpo se mantuviese unido, extrañamente, en todas sus partes. De su
cabeza pequeña y aplanada salían dos orejas gigantescas y parecían habérsele
incrustado bajo la frente chata aquellos dos ojos verdes, como de vidrio; su
nariz, de tan larga, parecía buscar de continuo algo en el suelo; digamos que
su cabeza, de perfil, parecía una veleta con silueta de gallo, que hubiera sido
puesta en la fina varilla de hierro de su cuello para indicar la dirección de los
vientos. Quien lo viera en un día de viento, a zancadas por la ladera deuna
colina, con sus ropas que parecían bailarle en el cuerpo, bien podría pensaren
una llegada a la tierra del espíritu del hambre... O que un espantapájaros se
largaba de su campo de trigo... Su escuela estaba en una casa de una planta y
de una sola estancia, una casa hecha de troncos, tosca y rural; en los
cristales de la única ventana, varios de ellos parcialmente rotos, parches de
hojas arrancadas de cuadernos escolares. No sin bastante ingenio protegía la
casa, sin embargo, con un picaporte hecho de mimbre durante sus ratos de ocio,
en la puerta, y unas estacas que apuntalaban la contraventana, de forma tal que
el curioso arquitecto tenía por seguro que, de entrar algún ladrón, y aunque
tuviera fácil el acceso, salir de allí le resultaría de veras difícil. Era como
si se hubiese inspirado en una trampa para pescar anguilas creada por un Yost
Von Houten cualquiera. La escuela, en fin, se alzaba en un paraje solitario, a
las afueras del pueblo, en un pequeño bosque que crecíaa los pies de una
colina; un enorme abedul le daba sombra y un sinuoso riachuelo pasaba muy
cerca. El murmullo de las voces de sus discípulos, como el rumor de una
colmena, lo arrullaba en los pesados días del verano, aunque en ocasiones, al
hacerse escandaloso, le voz en tono de amenaza y reprobación, e incluso a
aguijonear con un palmetazo la mano de uno de aquellos holgazanes jaraneros que
tan escandalosamente se desviaban de la senda del conocimiento... A decir
verdad, era un maestro concienzudo; siempre tenía en mente esa máxima de oro
que dice así: «La letra con sangre entra» Desde luego, no mimaba mucho a sus
alumnos el viejo Ichabod Crane... No quisiera que se le tuviese, sin embargo,
por uno de esos maestros crueles y prepotentes que disfrutan haciendo sufrir y
denigrando a sus discípulos; por el contrario, administraba justicia con claro
discernimiento entre el bien y el mal, más que con severidad; exoneraba de peso
las espaldas del más débil para hacerlo recaer en el más fuerte; castigaba con
indulgencia al que se estremecía con los golpes de su vara, pero brillaba
clamorosamente la llama de ¡ajusticia cuando sacudía sin contemplaciones a un
muchacho holandés cabezota y terco, a un pilluelo que, aun soportando el
castigo, se le volviera contumaz y altivo, gruñón y despectivo ante cada golpe
de su vara. Era lo que él decía «cumplimiento de mi deber» encargado por los
padres de sus alumnos; cabe señalar, además, que nunca infligió castigo alguno
a cualquiera de los muchachos sin antes asegurarle, para dar el necesario
consuelo al insolente, que lo hacía por su bien, añadiendo: «Me estarás por
ello agradecido de por vida». Cuando acababan las clases, empero, era siempre
el mejor compañero de juegos de los niños; las tardes de los días festivos
acompañaba a los más pequeños hasta sus casas, muy especialmente a los que
tenían alguna hermana mayor hermosa, o por madre a una buena am por su
excelente despensa. Por eso, sobre todo, hacía cuanto estaba en su mano para
ser querido y apreciado por sus pupilos. Lo que cobraba en la escuela era poco,
apenas le llegaba para comprarse el pan de cada día, y ha de hacerse notar que
era hombre muy comilón y con unas tragaderas capaces de dilatarse como una
anaconda, por lo que, a fin de vivir cual es debido, y siguiendo la costumbre
de entonces para con los maestros, se alojaba y comía en las granjas de los
padres de sus alumnos. Vivía una semana en cada granja; iba de granja en
granja, pues, con sus escasas pertenencias mundanas metidas en un pañuelo de
algodón. Aquello, empero, no debía de resultarles en exceso gravoso a sus
rústicos patrones, quienes de común consideran una carga excesiva al maestro y
todo un derroche mantener una escuela, por lo que procuraba hacerse grato y
útil a quienes le daban comida y techo. Así, y como no era cosa de exagerar,
ayudaba a los labriegos en sus tareas más sencillas, apilaba el heno, reparaba
una valla, iba a la pradera a buscar el ganado que pastaba, cortaba leña cuando
comenzaba a dejarse sentir el frío del invierno... No se mostraba entonces, en
fin, con la dignidad arrogante de que hacía gala en la escuela, su pequeño
imperio, y se comportaba no ya educado y cortés, sino decididamente obsequioso;
era la admiración de las madres por el cariño con que trataba entonces a sus
hijos, sobre todo a los más chicos, y como el león que acaricia con sus garras
al cordero que se va a comer, ponía en sus rodillas a cualquiera de los
pequeños mientras con el pie de la otra pierna mecía la cuna de otro aún más
chico durante horas.
Además de
vocación semejante, hacía demostración de otras no menos reseñables; era el
maestro de canto del pueblo y buenas y muy relucientes monedas le caían por
enseñar a entonar debidamente los salmos a los jóvenes vecinos. No hay ni que
decir cuánto se pavoneaba y gozaba los domingos en la iglesia, con su coro
compuesto por cantores bien seleccionados, allí, en lugar preeminente, robando
protagonismo, lo sabía bien el maestro, al viejo pastor oficiante. Es verdad
que su voz, al cantar, se dejaba sentir por encima del susurro de las
oraciones; todavía hoy se oyen en la iglesia los domingos por la mañana,
durante la celebración de los oficios, unos trinos que, dicen los lugareños,
son los legítimos descendientes de la nariz de Ichabod Crane, trinos que pueden
escucharse hasta más allá de una milla, a través del aire, por donde está la
alberca... Así, pillando por aquí, trampeando por allá, como se dice
vulgarmente de un modo u otro hacía más llevadera su vida el modesto pedagogo,
incluso medianamente regalada, aunque eran no pocos, esos que en nada aprecian
el trabajo intelectual, los que creían que llevaba una vida muy fácil,
maravillosamente apacible, a cambio de nada, de ningún esfuerzo. Un maestro de
escuela es por lo general un hombre, sin embargo, tenido por importante en el
círculo femenino de las comunidades rurales. Se le tiene por una especie de
ídolo, por un caballero tan ocioso como culto, superior, por ello, a los
hombres gárrulos que componen el elemento masculino de los pueblos; acaso
únicamente se le considere inferior en saberes con respecto al pastor de la
iglesia... Su presencia, así las cosas, causa siempre cierta expectativa cuando
está a la mesa en cualquier casa, dispuesto a dar buena cuenta de lo que va a
servirse; es su presencia, nada más, lo que hace que las buenas amas de casa se
afanen especialmente en preparar platillos exquisitos y dulces suculentos en
abundancia; algunas hasta aprovechan la ocasión para sacar a relucir sus juegos
de té de plata... Nuestro hombre de letras, en suma, estaba particularmente
feliz entre las damas sonrientes del pueblo gozaba de su compañía, cómo se
lucía ante ellas en el jardín de la iglesia y en el camposanto próximo los
domingos, una vez concluido el oficio, descifrándoles las crípticas inscripciones
de las tumbas, ofreciéndoles racimos de uvas silvestres de los árboles del
jardín, paseando con toda aquella grey femenina por las márgenes de la presa
del molino... Ni que decir tiene que los gárrulos hombres del lugar, tan
menoscabados como envidiosos, ni se atrevían a intervenir; se limitaban a
mirarle desde lejos, envidiosos de su sabiduría y superior elegancia. De
aquella su vida en cierto modo errabunda, le venía además otra condición, la de
ser una especie de gacetilla rodante, pues llevaba de casa en casa noticias,
rumores y chismorreos en general de toda la comarca; eso, por supuesto, hacía
que su presencia fuera acogida con especial interés, sobre todo por parte de
las mujeres de las casas, quienes además gozaban especialmente de su erudición por
cuanto tenía hechas una cuantas y al parecer buenas lecturas, tales como la de
la obra de Cotton Mather, Historia de la brujería en Nueva Inglaterra, un
asunto, el de la brujería, en el que, dicho sea de paso, creía firme y
fervorosamente el maestro. Era, en efecto, un hombre a la vez sagaz y crédulo,
incluso simplón en estos aspectos... Su apetencia de saberes acerca de lo
maravilloso, su afán de conocer cosas acerca de lo sobrenatural, eran tan
extraordinarios como su capacidad de digerir cuanto de todo ello tenía noticia,
algo que se hizo más fuerte en él tras un cierto tiempo de estancia en Sleepy
Hollow. Ni la narración terrorífica más infame o monstruosa le revolvía las
tripas o leparecía increíble. Cuando cerraba su escuela a la caída de la tarde,
solía ir a tumbarse plácidamente sobre los tréboles arracimados que le ofrecían
un dulce lecho a la orilla del arroyo y allí se daba a la lectura de las
truculentas historietas narradas por el viejo Mather, hasta que la oscuridad
hacía que las líneas de las páginas aparecieran borrosas ante sus ojos.
Era entonces
cuando, de camino a la granja en la que se hospedara por aquellos días,
evitando tierras de légamo y atravesando bosques tan frondosos como oscuros, su
imaginación, con cada crujido de una rama, con cada rumor de hojas o de plantas
silvestres, se impresionaba sin duda por lo que había leído antes, llenándose
el maestro de un pavoroso escalofrío tan fuerte como constante. El graznido de
un ave nocturna, el croar de una rana, el canto hiriente de una lechuza, un
aleteo de pájaros asustados ante sus pisadas, lo estremecían; se asustaba
incluso de las luciérnagas, que tanto brillan en la oscuridad y que tan a
menudo le salían al paso; y si una cucaracha voladora se estrellaba contra su
cabeza, creía estar poseído al momento por un maleficio fatal. Así, no era
capaz de hallar paz más que entonando alguno de los salmos, lo que además le
ayudaba a evitar tan turbadores pensamientos, pero con ello no hacía sino
llevar el pánico a las pobres gentes de Sleepy Hollow, que en mitad de aquella
hora crepuscular,sentadas a las puertas de sus casas, al escuchar aquella su
voz gritona y nasal «en lazos de dulzura perdurable», se horrorizaban ante eso
que les llegaba desde más allá del camino polvoriento que tenían ante sí. Otra
de las fuentes de su gozo, gozo acaso un tanto doloroso, era el que le
procuraba la compañía de aquellas mujeres holandesas en las noches de invierno,
ante el hogar de cualquier casa, las cuales relataban historias de demonios y
aparecidos mientras cosían y se asaban las manzanas al fuego, o historias de
bosques y de ríos encantados, o de caminos y hasta de casas hechizados... Mas,
por sobre todas, la historia que lo dejaba sobrecogido era la del jinete
decapitado, la de aquel soldado sin cabeza que galopaba de noche por el
valle... En justa correspondencia, él les refería casos de brujería, augurios
terribles, apariciones portentosas, extraños sonidos que llevaba el aire, con
sus respectivas significaciones; cosas que, según la tradición, habían
acontecido en tiempos en Connecticut; y disfrutaba entonces asustando a las
crédulas mujeres con sus especulaciones acerca de cometas y estrellas fugaces
que trazaban círculos en el cielo, lo que según su decir suponía la llegada de
cambios terribles para el mundo, por no hablar de las cabriolas que según él
hacía nuestra propia tierra en sus rotaciones, obligándolas a estar más de
media vida cabeza abajo...
Aquel
placer, sin embargo, se trocaba en terror cuando quienes participaban en esas
reuniones junto al fuego del hogar salían de la acogedora estancia. Figuras
esquivas, de presencia inexplicable; sombras por los senderos, amenazantes como
una presencia real; nieve que brillaba como una sepultura marmórea, entre más
sombras; haces de luz a lo lejos, vibrantes, en una ventana; un arbusto nevado
que, cual una fantasmagoría, aparece de pronto en el camino; pisadas lentas, temibles,
sobre la tierra... ¡Cuántas veces estuvo a punto de morir de angustia el
maestro cuando creyó oír en el soplo del viento entre los árboles el paso de un
jinete sin cabeza que cabalgaba por el bosque!
No eran, sin
embargo, más que los lógicos terrores nocturnos, los propios de cuando uno
regresa de noche a su casa a través de las sombras; no eran, pues, otra cosa
que los fantasmas de la mente; aunque estaba seguro de avistar espectros,
incluso al mismísimo Satán en cualquiera de sus formas, siempre la luz del día
ponía fin a sus demoníacos terrores... Digamos que el pobre maestro hubiera
podido disfrutar por mucho tiempo de una existencia plácida y feliz, sólo
alterada por estas minucias, obra del maligno, de no haberse cruzado en su
camino la criatura que más turbaciones causa en la existencia del hombre,
mayores aún que cualesquiera espectros, demonios y brujos juntos: una mujer.
Entre los alumnos de canto que se reunían en torno al maestro una vez a la
semana para entonar salmos estaba Katrina Van Tassel, la hija única de un
granjero holandés muy rico. Bellísima, estaba en la flor de sus espléndidos
dieciocho años, lustrosa como una perdiz, suave y delicada, de rosadas
mejillas; apetecible, en fin, como los melocotones que cosechaba su padre, y
famosa y deseada, no sólo por su hermosura, sino precisamente por ser la
heredera única de la riqueza que había hecho su padre, lo que aumentaba las
expectativas con respecto a tan notable damisela. Era un tanto coqueta; vestía
combinando sabiamente lo tradicional y lo moderno, siempre en aras del
realzamiento de su belleza; lucía, por ejemplo, las viejas joyas que su abuela
trajera de Saardam , sobre su tentador escote, cuando se ponía aquel corto
vestido que descubría las pantorrillas más apetecibles de la región y unos pies
lindísimos. Ichabod Crane era hombre de corazón enternecido y bien dispuesto
hacia las mujeres; no debe maravillarnos, en consecuencia, que sucumbiera
pronto ante los exquisitos encantos de la muchacha, y más sise tiene en cuenta
que poco ha fuera invitado en la muy próspera casa del granjero holandés, padre
de Katrina. El viejo Baltus Van Tassel era la mejor representación de un granjero
próspero y feliz, además de muy liberal en su generosidad. Le importaba poco
cuanto acontecía más allá de las lindes de sus propiedades, pero en éstas todo
era detalle, lujo, bonanza... Tampoco hacía ostentación de su riqueza, pues prefería
disfrutar de cuanto tenía en vez de presumir de lo logrado. Su granja estaba en
las orillas del Hudson, en un rincón natural hermoso, muy verde y fértil, a
salvo de los malos vientos; en el sitio, pues, donde más les gustó echar raíces
a los colonos llegados de Holanda. Un gran olmo daba amparo a la casa, y junto
al árbol imponente una fuente de aguas límpidas y frescas vertía en un barril, el
cual, a su vez, las derramaba entre la hierba hasta unirlas a un arroyo próximo
que parecía musitar su arrullo permanente a los alisos y sauces enanos que
tenía por vecinos. El granero próximo a la mansión del holandés era tan enorme
que podía haber sido habilitado como iglesia; enorme y próspero; tan atiborrado
estaba de los tesoros que la tierra daba generosamente a su propietario, que
parecía ir a reventar en cualquier momento por sus ventanas y la puerta... Por
doquier se dejaba sentir el canto de las golondrinas y de los vencejos que
volaban casi a ras de los aleros del tejado en donde dormitaban bajo el sol
bandadas de palomas, alguna con un ojo escrutando siempre los cielos como para
cerciorarse de la bondad del tiempo, mientras las demás metían la cabeza bajo
un ala, en reposo profundo, y otras ahuecaban sus plumas esperando el cortejo
de los palomos. Abajo, enormes, gordos, rozagantes, los cerdos hocicaban en la
abundancia y se refocilaban en la paz de sus zahúrdas mientras los lechones
asomaban el hocico entre las tablas que los guardaban como para deleitarse con
el aire y los aromas de la cochiquera. Un escuadrón de gansos, en el estanque,
parecía maniobrar ofreciendo escolta a varias flotillas de patos mientras todo
un regimiento de pavos se lucía ante las gallinas, que parecían protestar ante
tamaña exhibición, cloqueando de manera desafinada y malhumorada, como las amas
de casa... Ajeno a todo esto, sin embargo, el gallo, como un digno caballero,
como un ejemplo de esposo o de guerrero, batía altivo sus alas como de acero y
lanzaba su alegre canto, mientras escarbaba con sus patas, para llamar a sus hijos
y a sus esposas a compartir con él un suculento manjar que acababa de
descubrir. Salivaba de gusto el pedagogo mientras contemplaba todo aquello, la
mejor provisión para un duro invierno. Su imaginación voraz le hacía ver a su
alrededor a los lechones rellenos de pudin y prestos a ser asados con una
manzana en la boca; a los pichones, en un lecho de hojaldre y arropados por una
sábana de crujiente y bien tostada corteza; a los gansos, nadando ahora en su
propia salsa, igual que los patos, que lo hacían en parejas, cual matrimonios
perfectos, pero sobre una salsa de cebollas, como compitiendo con los gansos en
galanura... En los cerdos veía ya las plateadas vetas del tocino brillando
entre el sabroso jamón y ni uno solo de los pavos quedaba libre de aquellas
ensoñaciones del maestro, que se los presentaba trufados, con la molleja bajo
un ala y con un collar de jugosas salchichas. En cuanto al muy altanero cantor
de las granjas, es suficiente decir que lo veía ya patas arriba, en una
bandeja, implorando una suerte de clemencia que en vida jamás hubiera recabado.
Todas estas fantasías arrebatadas tenía el fervoroso Ichabod; y cuanto más
miraban sus ojos verdes hacia cualquier lugar de aquella feraz tierra con sus
trigales, con su centeno, con su maíz, con su cebada, o a los árboles que
rendían sus ramas de tanto fruto como en ellas había, o hacia los huertos que
rodeaban la mansión de Van Tassel, más aceleradamente le latía el corazón,
sobre todo porque lo hacía pensando en la damisela que heredaría aquellos dominios.
También, como es natural, pensaba en el dinero contante y sonante que debía de
dar todo aquello, un dinero que su imaginación le decía que podría gastarse en
palacios de madera, levantados en parajes tan idílicos como recónditos, y en la
compra de tierras vírgenes pero tan generosas como las del holandés. Aún iban
más lejos sus fantasías; se imaginaba ya a la gentil Katrina rodeada de un
montón de niños, en una carreta cargada con ollas y pucheros, con toda clase de
cacharros de cocina entrechocándose, y montado él mismo a lomos de una yegua
mansa a cuyo lado iba al paso un potrillo, camino de Tennessee, camino de
Kentucky o camino de sólo Dios sabía dónde... Cuando entró en la casa
propiamente dicha, en aquella mansión, su corazón quedó definitivamente
cautivo.
Era una de
esas casas de granja espaciosas, de tejado a dos aguas que llegaban casi hasta
el suelo, según el tipo de construcción de los primeros colonos holandeses;
unos tejados cuyos aleros, hacia afuera, al caer formaban pórticos en los que
guarecerse en los días de lluvia, y de cuyas traviesas de madera colgaban
arneses de caballerías, aperos de labranza y redes para pescar en el río
cercano. Junto a los muros de la casa había bancos en los que sentarse a
descansar en verano; una rueda de hilar en un extremo, y una mantequera en el
otro, no hacían sino demostrar las posibilidades de hacer cosas diferentes y de
provecho que brindaba tan espléndido porche. El maestro, encantado con lo que
veía, entró en la casa; lo primero que vio fue un magnífico aparador
acristalado que guardaba la reluciente vajilla. En un rincón de la sala vieron
sus ojos un gran saco lleno de lana presta para ser hilada; en otro, una pila
de lino recién sacada del telar. Había en las paredes mazorcas de maíz,
manzanas y melocotones secos en ristras, con un tono de voz y un aire todo que
cohibía a quien fuera y evitaba cualquier apelación. Por otro lado, no volvía
la cara ante cualquier bronca y gustaba de la broma y de la fiesta, pero su
temperamento era hijo, no de la mala sangre, sino de un cierto carácter
travieso e infantil, pues tras su aparente brutalidad se descubría fácilmente
un poso de alegría espontánea y de buen humor. Tenía tres o cuatro buenos
amigos que lo habían tomado por el modelo a seguir; con ellos iba por toda la
comarca de francachelas o en busca de pelea y bronca, si se terciaba, aquí y
allá, incluso muchas millas a la
redonda. En el invierno destacaba entre todos los demás hombres de su edad por
su gran gorro de piel del que pendía una muy llamativa cola de zorro cazado por
él mismo, y cuando quienes en algún lugar estaban de fiesta, veían a lo lejos
ese gorro galopando al frente de una partida de diestros jinetes, sabían de
inmediato que habría pelea... A menudo cabalgaba por la noche Brom junto a sus
amigos, ante las granjas, lanzando salvajes gritos a la manera de los cosacos
en tropel, y las viejas de la casa, al despertar alteradas por aquel clamor
insolente, no podían sino exclamar tranquilizadas una vez oían alejarse los
cascos de los caballos: «¡Vaya, otra vez Brom el Huesos con su banda!» Ni que
decir tiene que los lugareños le contemplaban con una mezcla de miedo, respeto
y gracia, y siempre que en el pueblo sucedía alguna pelea, alguna bronca sin
mayor importancia, movían la cabeza de un lado a otro como disculpando aquella
maldad venial del Brom el Huesos, al que tenían de seguro por el autor de la
misma, aun sin verlo. Ya hacía tiempo que tan rudo héroe había escogido la
hermosa Katrina como la mujer de su vida, como aquella a la que dedicar sus
gárrulas galanterías, muy parecidas, por poner un ejemplo, a las que haría un
oso en un situación de cortejo parecida; aquello, por lo que se sabía en el
pueblo, no había hecho mella alguna, sin embargo, en la muchacha. Eso no era
obstáculo, en cualquier caso, para que el gigantón hiciera poner pies en
polvorosa a muchos de sus otros competidores en el amor de la damisela, que
huían temerosos de despertar su furia; bastaba con que vieran su caballo en las
proximidades de la casa de Van Tassel un domingo por la noche para que
escaparan deprisa de allí, echando chispas y dispuestos a buscar guerra ante
otros cuarteles. Tal era, pues, el formidable rival con quien habría de
vérselas el bueno de Ichabod Crane; bien contemplado el asunto, es digno de tenerse
en cuenta que otros aspirantes al amor de la damisela, hombres mucho más
fuertes y arrojados que él, habrían desistido pronto por temor a Brom,
largándose sin ofrecer resistencia. Pero cuanto conformaba el carácter del
maestro era una feliz mixtura de tozudez y capacidad de adaptación a las
circunstancias de cada momento; era, pues, un hombre de nervios bien templados,
cabe decirlo así, como la urdimbre de un florete; flexible pero acerado; uno de
esos hombres que pueden ceder, incluso doblarse, pero nunca doblegarse ni
troncharse; y aunque en un momento dado una leve presión pareciera hacerlo
encorvar, apenas estaba a punto de llegar al límite de su resistencia,
¡arriba!, ya estaba de nuevo tieso y firme, con la cabeza aún más alta que
antes. Sabía que enfrentarse abiertamente a su rival en el amor era una
necedad, más que una locura, pues tendría que batirse contra un hombre más
joven y mucho más fuerte que él; un hombre tan fogoso y arrojado como Aquiles;
un hombre, en suma, que jamás cedería un paso en el trance de disputarse el
amor de una mujer. Ichabod, empero, constante y como quien no quiere la cosa,
avanzaba poco a poco, se insinuaba a la rica y bella heredera siempre con
galantería exquisita. En su calidad de maestro de canto iba cada vez más
frecuentemente a la casa del holandés, un pretexto que en este caso no lo era
para superar las suspicacias de los padres de las muchachas en situaciones
semejantes, eso que tan a menudo se convierte en una gran piedra puesta en
mitad del sendero por el que pretenden caminar de la mano los amantes. Balt Van
Tassel era un hombre bueno, de alma apacible e indulgente; adoraba a su hija
aún más que a su pipa, y como hombre razonable que era, además del mejor de los
padres, permitía sin oposición alguna que la muchacha tomase los caminos que
mejor le vinieran en gana. Su esposa, una mujer igualmente digna de mención,
bastante tenía con mantener la casa en perfecta disposición siempre y atender a
las aves del corral, ya que, como observaba con perspicacia no exenta de
sabiduría, los gansos y los patos son criaturas tan increíblemente estúpidas
que no queda otro remedio que cuidar de ellas de continuo, en tanto que una
muchacha casadera sabe cuidar de sí misma... Tal era la razón de que la muy atareada
ama de casa no parase un momento, bien haciendo la casa, bien haciendo girar la
rueca de hilar sin pausa... Balt, cuando a semejantes tareas se entregaba su
hacendosa mujercita, fumaba tranquilamente su pipa, en el otro extremo del
salón, mirando a través de la ventana las furiosas acometidas de aquel
espantapájaros de madera, con las manos armadas con sendas espadas igualmente
de madera, que parecía desafiar al viento tanto como a los pájaros. Mientras,
hay que decirlo así, Ichabod atacaba las resistencias últimas de la hija de los
granjeros, en defensa de su nobilísima causa, bajo el gran olmo de la fuente, o
paseando hacia el crepúsculo cuando el día comenzaba a declinar, la mejor hora
para que los enamorados hagan gala de su elocuencia.
No puedo
presumir acerca de cómo se conquistan los corazones femeninos. Eso es algo que
siempre ha constituido para mí un asunto tan digno de admiración como
enigmático; algunos de esos corazones parecen tener un único punto vulnerable
por el que acceder, y otros, por el contrario, pueden ser conquistados de mil
maneras distintas. Supone eso que han de ponerse en práctica, pues, miles de
artimañas para hacerse con el favor de una damisela; mas si hemos de convenir
en que es todo un triunfo hacerse con el favor de uno de esos corazones citados
en primer lugar, los que nada más tienen una vía de acceso, mantener cautivos a
los citados en segundo lugar exige aún mayor destreza, mayor lucha del hombre
en la tarea, ardua cual batalla, de mantener bien vigiladas todas sus vías de
acceso; es como defender una fortaleza, para lo cual no ha de olvidarse una
sola ventana, una sola puerta. Así, el que sea capaz de alzarse con la
conquista de un millar de corazones podrá hacer alarde, al tiempo, de su
derecho a la fama y al reconocimiento, si bien sólo podremos considerar un
héroe de verdad a quien logre mantener su dominio, por mucho tiempo, sobre el
corazón de una dama coqueta. En este supuesto acerca de las artes del galanteo
no se contempla, como es lógico pensarlo, al temido Brom el Huesos, pues desde
el inicio de la corte que hiciera Ichabod Crane, para ganarse el favor de la
hija del rico granjero, pareció ceder en la intensidad de su asedio; apenas se
veía ya su caballo los domingos por la tarde cerca de los establos de la
granja, lo que no quiere decir, sin embargo, que no se hiciera más ostensible
que nunca antes la enemistad entre él y el maestro de escuela de Sleepy Hollow.
Brom, a
quien adornaba una suerte de ruda, por no decir brutal, caballerosidad, hubiera
preferido dirimir tal disputa en una suerte de campo de batalla abierto, ante
los ojos de todos, lo que equivale a decir que librando un combate que sirviera
para calibrar ante la dama querida las posibilidades de cada uno, al modo y
manera de los caballeros de antaño, los cuales así de simplemente establecían
su derecho sobre el corazón de una mujer. Mas, Ichabod, sin embargo, sabía bien
que su oponente era mucho más fuerte, que nada lograría en un enfrentamiento
directo contra él, así que eludía cualquier cosa que se pareciera a una disputa
frontal. Para colmo, hasta sus oídos alguien había llevado una baladronada de
Brom el Huesos, quien, según aquellas noticias que recibiera Ichabod, «iba a
tronchar en dos al maestro para meterlo así partido en el armario de la
escuela». Si por algo se caracterizaba Ichabod era por su cautela; no iba a
darle, pues, la oportunidad de partirle en dos, y hay que reconocer que había
bastante de provocación hacia el rival en su actitud pacífica, en sus afanes de
no concederle el combate ansiado. Tanta obstinación por parte de su rival hacía
que Brom el Huesos no cejara en su empeño de urdir tretas y más tretas, algunas
de una bellaquería indecible, para llevar a su terreno a aquel increíble y
aparentemente inabordable rival, lo que no quiere decir sino que, al cabo, el
pobre maestro pasó a ser la víctima favorita de las maldades tramadas por la
banda de Brom el Huesos, dispuesta a dar todo su apoyo al jefe. La banda, en su
tropel de caballos, comenzó pues a hacer una incursión y otra en los hasta
entonces tranquilos dominios del maestro; unas veces taponaban la chimenea del
tejado, con lo cual la escuela se llenaba de humo; otras, ya de noche, entraban
en la escuela y volcaban pupitres y mesas, tiraban por el suelo los papeles y
los libros... Hacían así, en fin, inútiles las defensas de mimbre y estacas que
pusiera el maestro, quien hubo de admitir que su escuela no era la trampa para
pescar anguilas que había supuesto... El pobre llegó a pensar que las brujas
todas de la región habían decidido tomar posesión de su escuela para celebrar
en ella los aquelarres.. Aun con todo, esto no era lo peor; Brom el Huesos no
dejaba escapar la mínima ocasión que sele presentara, a fin de ridiculizarlo
ante la damisela; para colmo, había adiestrado a un perro vagabundo para que
aullara de manera terrible y ridícula, en una especie de lúbrico lamento;
cuando se producía, aseguraba Brom que aquel escándalo no era debido sino al
pobre maestro, que daba así sus clases de canto a la impar Katrina. Así
estuvieron las cosas durante un tiempo, sin que se produjera ningún cambio
digno de mención en la estrategia guerrera de los contendientes.
Una tarde de
otoño, muy hermosa, se hallaba Ichabod sumido en sus reflexiones, con las
posaderas descansadas en el alto taburete desde el que dominaba su pequeño
imperio escolar y cuanto hacían sus alumnos, blandiendo en su mano la vara de
castigar, aquella especie de representación un tanto espectral de la justicia
con que ejercía su poder. Tenía detrás, colgada en la pared de tres clavos roñosos,
otra vara, por si se le rompía la primera, y delante, sobre su mesa, alguna que
otra arma y unas cuantas cosas de contrabando que había decomisado a sus
alumnos, tales como una manzana herida por unos cuantos mordiscos, varias
cerbatanas, peonzas, jaulas para moscas y grillos y un montón de pajaritas de
papel, lo que denotaba que no mucho antes habíase visto obligado a impartir
justicia, haciendo víctima de ella a cualquiera de los pilluelos que acudían a
oír su sabia palabra; de hecho, los muchachos permanecían ahora en silencio,
fijos los ojos en sus libros; todo lo más, algunos cuchicheaban muy bajito sin
perder de vista al maestro, por si se les acercaba vara en ristre... Un
murmullo sutil, de expectativa temerosa, flotaba en el ambiente de la clase...
De súbito se rompió aquel silencio, empero, con la entrada en la escuela de un
negro que vestía chaqueta y pantalones de estopa y que se tocaba con un viejo y
mugriento sombrero de copa, como un Mercurio con sombrero... Había llegado
montando un penco flaco, medio salvaje y cojo, al que guiaba no más que con una
soguilla atada a los belfos. Naturalmente, su presencia en la puerta de la
escuela no pudo pasar inadvertida, al contrario; y mucho menos para el maestro,
puesto que le llevaba un recado según el cual aquella misma noche el matrimonio
Van Tassel y su hija ofrecían una recepción a la que estaba invitado muy
especialmente. El negro declamó, más que decirlo, su mensaje de manera harto
elocuente, haciendo un gran esfuerzo por decirlo con las palabras más a
propósito para tan magno evento, cual solían hacerlo los negros de aquellos
días, habitualmente utilizados como embajadores para llevar todo tipo de
recados y encomiendas. Después volvió a subirse a su penco y pronto se le
perdió de vista, galopando, no tan ceremoniosamente como veloz, hasta perderse
en lo más oculto de la hondonada, cual debe hacerlo un buen mensajero. No cesó
con su ida el follón que entre el alumnado provocó aquello, perdida ya la paz
que dominaba la clase una vez consumado el último castigo. Con la anuencia del
maestro dieron cuenta los alumnos de sus lecciones a toda prisa, sin parar
mientes en la observación de esos aspectos que de común, minucioso, les exigía
el bueno de Crane; más aún, los más pillos se saltaban de golpe hasta media
página, sin que el digno pedagogo reparase en ello, lo que no fue óbice, sin
embargo, para que los más torpes se llevaran algún que otro coscorrón, y algún
que otro varetazo, sólo porque titubearon ante una palabra, o se trabaron en
otra, considerando el maestro que ocurría así porque no prestaban la necesaria
atención... Crane, por su parte, no reparó en el hecho de que sus alumnos, una
vez diera él por concluida la clase, salieran casi de estampida, olvidándose de
ordenar los libros, cual solían hacerlo, en las baldas dispuestas para ello;
volaron además unos cuantos tinteros, se volcó algún pupitre, y una hora antes
de lo que era normal la escuela quedó vacía... Aquel tropel de pequeños diablos
se iba pegando gritos, saltando y revolcándose en la hierba para celebrar una
liberación tan insólita como anticipada.
El galante
Ichabod tardó más de media hora en arreglarse para acudir a la recepción, algo
raro en él; cepilló con mimo el mejor de sus trajes, un terno negro muy sobrio,
aunque algo resobado, empero, y con tanto o mayor cuidado se peinó los rizos
ante un trozo de espejo que aún le quedaba sano en una pared. Luego fue a pedir
prestado un caballo a un viejo granjero holandés, Hans Van Ripper, un tipo
gruñón y malencarado, a fin de presentarse ante la amada de la manera más
elegante posible, y así, cabalgando como todo un caballero capaz de enfrentarse
a cualesquiera aventuras o al más arrebatador de los lances amorosos, puso
tierra de por medio entre la escuela y la granja de Van Tassel. Por supuesto, y
por seguir en lo que era común a las novelas de caballeros andantes, hay que
hacer una descripción tan detenida como minuciosa de las trazas e impedimenta
del caballero a lomos de su caballo. De éste, no obstante, hay que decir que
era una bestia usada de común para el tiro de labranza, lleno de mataduras y
perdida, por viejo, su arrogancia y hermosura de otros días; por lo demás, y
como caballo viejo y resabiado que era, no resultaban pocos sus defectos, todo
lo contrario; flaco, peludo, sucio, con cuello más de carnero que de corcel y
con la cabeza digna de un martillo; le amarilleaban las crines, de viejura y
mugre, al igual que la cola llena de nudos; a uno de sus ojos le faltaba la
pupila, por lo que parecía de cristal, y en el otro le brillaba una especie de
luz demoníaca, que sin duda era reflejo de su maldad resabiada; puede que aquel
pobre penco hubiera sido en tiempos un brioso corcel que aún hacía honor a su
nombre, Pólvora... No en vano había sido el caballo favorito del colérico Van Ripper,
cuando aún montaba y galopaba furiosamente, antes de destinarlo a la labranza;
y no en vano, con toda certeza, el amo había contagiado a su caballo aquel su
iracundo carácter; aun viejo y muy castigado, el bruto albergaba tanta maldad
como para superar a la que pudieran demostrar todos los jóvenes potros de la
región juntos.
Ichabod
componía una figura idónea para semejante montura. Montaba con estribos cortos,
por lo que llevaba las rodillas a la altura de la silla; sus codos, visto desde
atrás, parecían las patas de un saltamontes por lo mucho que los sacaba;
llevaba la fusta en perpendicular, como si fuera un cetro; al trotar el
caballo, en fin, sus brazos parecían las alas abiertas de un pájaro... Se
tocaba además con un pequeño sombrero de lana inglesa que casi le caía hasta la
nariz prominente, pues cabe recordar que su frente no era más que una franja
estrecha entre el pelo y aquélla; los faldones de su levita negra, además,
parecían flotar sobre las ancas del caballo casi hasta cubrirle la cola sucia.
Con semejante porte salió el maestro de la granja de Van Ripper. Pocas veces se
tuvo la ocasión de ver algo semejante a plena luz del día. Era, como ya he
dicho, una hermosa tarde de otoño, de cielo despejado, azul y apacible, así que
la naturaleza mostraba esa su librea dorada que nos sugiere abundancia, cuando
los bosques parecen poner en el ambiente pinceladas de profusos ocres y
amarillos; la helada de la noche anterior había dejado, además, una hermosa
capa púrpura sobre los árboles más tiernos y frágiles, y otras de naranja y de escarlata
en los más firmes y grandes. Atravesaban los patos salvajes el horizonte en
bandadas interminables; hasta podía oírse latir el corazón de las vivaces
ardillas, incesantes en su corretear por entre los bosques de hayas y de
nogales, mientras los rastrojos de las veredas parecían abrirse cual telones de
teatro para que se dejara oír el canto largo y solitario de una codorniz. Los
pajarillos del bosque se despedían ya del día regalándose con un banquete en lo
alto de las ramas tremolantes, y piaban y saltaban por doquier de árbol en árbol,
gozosos en su libertad de escoger uno u otro, esta o aquella rama, felices
entretantos árboles como tenían. Había petirrojos, ese pájaro que suele ser la diana
preferida de los cazadores más jóvenes, revoloteando mientras sin desmayo
soltaban sus notas siempre altas como en un lamento; había también mirlos
cantores que en algunos claros parecían haberse puesto de acuerdo para formar
una sola nube negra; y pájaros carpinteros de alas relucientes como los chorros
del oro y con el penacho de fuego, hermosos con su amplia gorguera; y el pájaro
del cedro, con las alas rematadas en puntas rojas, la cola en amarillo y su
pequeño sombrero de plumas; y el arrendajo, esa especie de barbián vocinglero
que parece lucir un chaquetón de espejos azules y debajo un traje blanco,
pájaro chillón y zalamero, cobista en sus continuas reverencias, como si
deseara congraciarse con todos los demás pájaros cantores del bosque para que
le perdonaran sus gritos y desafinaciones. Ichabod, a paso lento ahora,
continuaba a caballo mientras sus ojos, atentos en toda circunstancia a
cualquier cosa que sugiriese abundancia en la cocina, hacían una suerte de
deleitoso inventario de las maravillas que ofrecía tan pródigo otoño. A cada
lado del camino veía, pues, ora un almacén hasta arriba de manzanas, las unas
venciendo con su maduro peso las ramas de los árboles, otras ya recogidas en
cestos incontables y prestas a ser llevadas a los mercados, las de más allá
apiladas para ser en breve pasto gozoso de la prensa que habría de convertirlas
en sidra excelente. Más allá, en los apartados campos de maíz, se alzaban
magníficas las doradas mazorcas como escapando del abrigo de sus hojas, como
ofreciéndose gustosas a las diestras manos que harían de su sabrosura no menos
apetecibles pasteles; y en la misma tierra, las calabazas restallantes de
brillo ofreciendo a sus ojos esos sus prominentes vientres dignos de los
mejores platos. Atrás los trigales, atravesaba ahora Ichabod campos en los que
se disfrutaba del olor dulce de las colmenas, lo que hacía que unas ilusiones
no menos dulces comenzaran a cobrar forma en su mente ensoñecida de tanta paz y
maravilla; así, degustaba ya una tarta de mantequilla espesa y miel en capas no
menos densas... Una tarta que, naturalmente, le había preparado, para darle la
bienvenida, la impar Karina Van Tassel con sus propias y lindísimas manos. Así,
con tan amelcochadas imaginaciones, alimentaba sus sueños cuando iba por las
faldas de unos cerros desde los que se avistaba uno de los más hermosos
paisajes del Hudson. El sol, como una gran rueda, se iba deslizando poco a poco
hacia los abismos del oeste. El amplio seno del Tappan Zee se mostraba ahora
remansado como un cristal impoluto; sólo algún leve salto del agua alteraba el
reflejo de la inmensa sombra azulada delas montañas. Allá, en el horizonte, una
hermosa luz dorada se iba mudando lentamente al verde propio de las manzanas de
sidra, y aún más allá, en un azul que inequívocamente pertenecía al cielo. Las
últimas luces caían en oblicuo y alargadas sobre el río, dando un brillo de
plata a las grandes piedras de sus márgenes y un fulgor púrpura a las orillas.
A lo lejos, una barca parecía mecerse lentamente en e lagua, confiada en
aquella tranquila corriente, con la vela acariciando lacia y voluptuosa el
mástil; parecía la barca suspendida entre dos cielos, pues el agua aquella
tarde no era más que el propio cielo reflejado. Estaba a punto de caer la
noche, también infinitamente apacible, cuando llegó Ichabod a los dominios de
Heer Von Tassel. Ya estaba la casa llena con la flor y nata de la región. Había
allí viejos granjeros de rostros enjutos y con las arrugas curtidas por el paso
de todas las estaciones durante muchísimos años, vestidos con chaquetas
sencillas, sus medias azules limpias, y relucientes las grandes hebillas de sus
cinturones; sus esposas, tan ajadas como parlanchinas y vivaces, con la cofia
bien ajustada, el corpiño largo y firme, la enagua humilde pero limpia, y
tijeras, acericos y un bolso grande de percal colgando de sus cinturones. Había
también alegres muchachas, vestidas tal cual lo hacían sus madres, salvo en
algún que otro caso en que lucían un sombrero de paja, el pelo al aire con una
cinta, o algún que otro vestido impolutamente blanco, por afán de seguir la
moda de la ciudad. Los hombres más jóvenes llevaban levitas de corte
rectangular en el faldón, dos filas de botones metálicos y relucientes en
ellas, y el cabello largo recogido en una cola de caballo, según era moda
entonces; brillantes colas de caballo, sobre todo las de quienes se las
frotaban con piel de anguila, cosa que se consideraba en aquellos días el mejor
tónico capilar. Brom el Huesos, como no podía ser menos, era el héroe principal
de aquella escena; había llegado a la fiesta montando su caballo Temerario, el
favorito de cuantos tenía, tan brioso y valiente como su amo, que pudo hacerse
con él, cuando lo quiso, por ser el único hombre de la comarca capaz de
domarlo; además, siempre prefirió caballos rebeldes, incluso resabiados, o los
que se sabían todos los trucos de los jinetes expertos en doma; esos caballos,
en fin, con los que hay que ser muy diestro si no quieres acabar partiéndote el
cuello. Decía Brom el Huesos que un caballo dócil sólo era propio de cobardes.
Me encantaría llenar estas páginas con el relato pormenorizado del montón de
placeres que se mostraron a los ojosde mi héroe apenas entró en el salón
principal de la casa de Van Tassel, aunque quede claro que no hablo de las
encantadoras muchachas que allí había, jóvenes en la flor de la vida llenándolo
todo con el ir y venir de sus ropas en rojoy en blanco. Ese universo de
placeres era, por el contrario, cuanto se ofrece a la degustación de un buen
paladar y de un estómago de enormes tragaderas en las fiestas de los granjeros
prósperos, más si son holandeses y celebran las bondades del otoño. ¡Qué enorme
cantidad de fuentes llenas de todos los pasteles habidos y por haber, y de
pastas, y de otros dulces cuya relación sería inacabable, delicias cuyas
recetas se cuidaban muy mucho de decir a las otras aquellas hacendosas amas de
casa holandesas! Y el muy ilustrísimo doughnut, y el oly koek tan esponjoso, y
el cruller crocante y de sabor tenue, delicadísimo... Y bizcochos, y una
exquisita tarta de jengibre, e incontables pastelitos de miel... Y tartas de
manzana, de melocotón... Y jamón cortado en lonchas, y carne ahumada, y
conservas y confituras de ciruelas, de pera y de membrillos... Y enormes
parrilladas de pescado, y pollos asados por docenas... Y cuencos rebosantes de
leche recién ordeñada. Y más cuencos, hasta arriba de crema dulce... Todo,
arbitrariamente puesto sobre las mesas; tan arbitrariamente como mi propia
enumeración de las viandas, pero, eso sí, todo parecía girar alrededor de una enorme
tetera que de continuo silbaba anunciando que ya tenía la infusión presta. ¡Que
Dios los bendiga! Me faltan el tiempo y la capacidad necesarios para describir
convenientemente aquel banquete cual sería debido y justo hacerlo, y pues tengo
que apresurarme en la conclusión de la historia, sigamos a otra cosa.
Ichabod
Crane, felizmente, no tenía tanta prisa como yo, el que relata su historia, y
se deleitó como cabe imaginar que lo hizo con todas aquellas y muy auténticas
delicias, es verdad que con cierta pausa y hasta con ceremonia, pero sin
despreciar nada de ningún plato... Era un hombre bondadoso y agradecido, de
buen conformar y con un corazón tan grande como capaz era su cuerpo flaco, sin
embargo, de ensancharse increíblemente para dar cabida a todo lo que engullía.
Parecía unido en extática unción a las divinidades, merced a la comida, como
otros parecen estarlo merced a la bebida... Por lo demás, no entornaba los ojos
mientras degustaba tanta exquisitez, sino que los mantenía bien abiertos, desplazándolos
de un lado a otro a la par que comía a dos carrillos, acariciando la ilusión de
que todo aquello, algún día no muy lejano, bien podía ser suyo gracias a su
matrimonio con la rica heredera del anfitrión. Si tal ventura le acontecía,
pensaba sin dejar de masticar, sin dejar de mirar, abandonaría la escuela sin
volverse para echarle una última mirada, haría una higa con su dedo a todos los
Van Ripper de la comarca, y a todos los miserables que de mala gana lo acogían
en sus casas, y pobre del maestro de escuela que se atreviera a llamarle
compañero...
El viejo
Baltus Van Tassel iba de un grupo a otro de invitados, con el semblante alegre,
rojo de contento y buen humor, orondo y grato como una luna nueva de aquel
otoño dadivoso. Era un excelente anfitrión, sin exageraciones; expresivo pero
sin hacer notar a los otros su munificencia; daba a uno un fuerte apretón de
manos, a otro una cariñosa palmada en la espalda, soltaba una carcajada limpia
cuando le contaban alguna historia graciosa, y para todos sus invitados tenía
frases de ánimo y aliento: «Vamos, muchachos, sírvanse ustedes mismos cuanto
quieran, que no tiene que quedar nada en las fuentes». No pasó mucho rato hasta
que desde el salón contiguo se dejara sentir una música que invitaba al baile.
El músico era un viejo negro de cabello plateado, toda una orquesta ambulante
él solo, durante más de medio siglo, de un lado a otro por los pueblos, villas
y aldeas dela región. Tocaba un violín tan viejo y averiado como él mismo, del
que sin embargo extraía alegres melodías, acompañando los rápidos movimientos
de su arco con unos no menos rítmicos movimientos de su cabeza; cada vez que
una nueva pareja se lanzaba a bailar, saludaba su presencia inclinándose hasta
casi tocar el suelo y pegaba un fuerte zapatazo para animarles. En lo que a
Ichabod de refiere, baste decir que se consideraba tan buen bailarín como
cantante de salmos... Ni una sola de sus fibras, ni uno solo de sus miembros,
era ajeno a la música cuando se lanzaba a bailar; su figura tan poco grácil,
bailando hasta casi desmadejarse, podría haber hecho pensar a cualquier que el
mismísimo San Vito, el bendito patrón del baile, como es bien sabido, había
bajado a la tierra desde los cielos para danzar sin descanso entre los hombres.
Tanto se movía el maestro, que despertaba la admiración entre los negros de
todas las edades y estaturas, los cuales, llegados de las granjas vecinas, se
apiñaban en las ventanas del salón, por fuera, para contemplar aquel jolgorio.
Las blancas bolas de sus ojos giraban divertidas al verle y una sonrisa de
dientes de marfil les llenaba la cara, pues nadie como ellos para apreciar la
excelencia de aquellos movimientos, realmente difíciles... ¿Cómo era posible
que aquel maestro tan terrible, martillo de niños herejes y holgazanes, fuese
así de divertido? Era su pareja de baile, por cierto, la dueña de su corazón,
la hija del buen Van Tassel, y respondía con sonrisas a los guiños de ojos y
otras morisquetas que él le hacía mientras sedaba sin freno a las más diversas
e imposibles contorsiones; a Brom, espectador impaciente de todo aquello, le
hervían los huesos de rabia en el puchero de los rencores, mientras tanto;
sentado en una esquina, ahora solo, sin nadie que le diera conversación ni le
riese cualquier gracia, o lo alentara a una bravuconada, o a una apuesta, se
mordía los puños por culpa de los celos. Acabado el baile, Ichabod mostró
interés en la conversación que mantenían Balt Van Tassen y un grupo de hombres
ya de edad provecta y al parecer muy enterados. Fumaban plácidamente, mientras
conversaban sentados en el porche, y yéndose a otros tiempos hablaban de viejas
historias de la guerra. La región toda había sido el escenario en que se
libraran grandes e importantes batallas; había sido testigo, pues, de hechos
cruciales y de las hazañas de muchos hombres. No muy lejos de donde se hallaba
el grupo de granjeros habían librado duros combates las tropas inglesas contra
las americanas, lo que hizo que vieran aquellas tierras, en tiempos, llegar a
gentes procedentes de innumerables fronteras; las había de toda condición:
emigrados que huían o que buscaban empleo, vaqueros, aventureros, soldados de
fortuna...
Tanto tiempo
había pasado ya de aquello, sin embargo, que cada uno de los fantasmas, como es
de rigor, los habían visto en una suerte de asamblea bajo un gran árbol...
Éstos, por cierto, fueron los que, según era fama, dieron captura al
infortunado mayor André, del que nunca más se volvió a tener noticia. Tampoco
faltaban las leyendas protagonizadas por mujeres, como aquella de la dama
apenas cubierta con un velo vaporoso y blanco que se dejaba ver en la siempre
tenebrosa Cañada de la Roca del Cuervo, donde había muerto en medio de una
nevada... Cuando se aparecía, la pobre gritaba sus lamentos de manera tal que
no podía por menos que poner de punta, los pelos de quienes la oían, sobre todo
en mitad de las más inclementes y tormentosas noches de invierno. Mas, ni que
decirlo tiene, estas historias juntas eran apenas nada en comparación con la que
a todos emocionaba muy especialmente: la del jinete decapitado de Sleepy
Hollow, al que, según decían varios de aquellos hombres que hacían su tertulia
en el porche de Van Tassel, se había visto de nuevo, muy recientemente,
recorriendo la comarca tan a menudo como en sus mejores tiempos, amarrando su
caballo, cada noche, en cualquiera de las tumbas del camposanto dela iglesia
del pueblo. Ha sido a buen seguro lo apartado en que se alza esta iglesia
cuanto, por lo que parece, hizo del recinto sagrado un punto de reunión
ineludible de espectros y espíritus de toda laya. La iglesia se levanta, a fin
de cuentas, sobre una loma rodeada de olmos y de algarrobos centenarios, entre
los cuales destacan sobremanera los muros blancos del templo, que son como
relámpagos de la pureza cristiana que pugna por lucir incluso en los más negros
parajes. Una leve depresión del terreno conduce de la iglesia a un remanso de
agua como de plata rodeado de árboles de altas copas a través de los cuales se
observan a lo lejos las azules colinas del Hudson. Cuando se contempla el
camposanto anejo a la iglesia, cubierto de hierba muy verde sobre la que
parecen echarse a dormir los rayos del sol, embargados de tanta paz como
rezuma, tienes la impresión de que en semejante lugar los muertos no pueden
hacer otra cosa que no sea reposar eternamente, cual les corresponde... A uno
de los lados de la iglesia se abre un hondo barranco por el que arrastra la
corriente, sobre todo en los días de lluvia fuerte, troncos de árboles caídos,
pedruscos arrancados de cuajo, ramas...; en el punto más negro y denso y hondo
del torrente, no lejos del templo, hubo en tiempos un puente de madera; el
sendero que llevaba hasta el mismo puente, el puente también, quedaba
prácticamente cubierto por la densa sombra de los frondosos árboles cuyas ramas
parecíanno ya no dejar pasar el aire, sino estrangularlo; por eso, aun de día,
era un lugar en el que sólo moraban las sombras; y de noche, la oscuridad más
plena. Tal era, al parecer, uno de los caminos que con mayo r constancia
frecuentaba el jinete decapitado de Sleepy Hollow. Y una de las historias que
corría de boca en boca de todos los moradores de la región hablaba de que
cierta noche, el viejo Brouwer, un tipo algo insolente, incrédulo y hasta
hereje en lo que concierne a los fantasmas, alvolver de Sleepy Hollow y antes
de abandonar el valle por aquel camino se topó de golpe con el jinete, no
ocurriéndosele otra cosa que hacer la tontería de seguirlo... Así, a galope
tendido, fueron ambos, uno delante, otro detrás, a través de bosques, de malezas,
entre las colinas, por las ciénagas... hasta llegar al puente... Allí, de
súbito, el jinete se convirtió en un esqueleto reluciente, que se abalanzó
sobre el viejo Brouwer para empujarlo con furia y hacerlo caer al torrente
mortal, mientras rugían las copas de los árboles como si de ellas, y no del
cielo, emanara la tormenta preñada de relámpagos y de truenos.
El relato de
esta historia que se daba por verídica, halló parangón más que conveniente en
la aventura que narró a continuación el propio Brom el Huesos, que se había
sumado a la tertulia, no sin antes decir que él, como se vería de inmediato,
superaba como caballista al jinete sin cabeza... Ocurrió, según dijo Brom, que
regresando del pueblo próximo de Sing Sing, se le plantó de golpe en el camino
aquel legendario caballero sin cabeza para apostarse con él lo siguiente: una
carrera por una jarra de ponche. Aceptó valientemente Brom el Huesos; la cabeza
de su caballo Temerario fue durante toda la carrera a la par que la de la
montura del fantasma decapitado, sin que éste pudiera superarle por mucho que
lo intentara, y hubiera ganado la apuesta, y la carrera, que era cuanto más
interesaba al joven fanfarrón, de no ser porque, al llegar al puente, el jinete
decapitado dio un salto increíble para salvarlo, perdiéndose a continuación en
una llamarada que se extinguió lentamente, en la lejanía... Todos estos
relatos, hechos en ese tono de voz con que se suelen contar en la oscuridad
historias tales, historias de terror y de misterio, con los rostros de los allí
reunidos apenas ilumina dos por el resplandor de una pipa que quema tabaco
ávidamente, impresionaron muy de veras al bueno de Ichabod Crane. Él mismo,
además, puso su granito de arena citando largas parrafadas de su muy estimado
Cotton Mather y refiriendo algún caso que,
según él, pudo observar en el Estado donde naciera, Connecticut, e
incluso allí mismo, en Sleepy Hollow, durante sus paseos nocturnos... Estaba a
punto de acabar la fiesta, pues muchos de aquellos granjeros comenzaban a
montar en sus carretas para irse, tras reunir a la familia, y se iban de hecho
poco a poco, llenando ahora el silencio de la noche con el choque de las ruedas
contra los pedruscos del camino.Varias muchachas montaban a la jineta en la
grupa del caballo, tal y como se lo ofreciera algún pretendiente; reían alegres
y sus risas se iban alejando lentamente entre el trote rítmico de los cascos de
los caballos, para ser devueltas por el eco de los bosques dormidos... Al cabo
desaparecían voces, carcajadas, trotes y ecos, como si un desierto ignoto se lo
hubiera tragado todo tras brotar en el mismo sitio donde antes hubo jarana y
contento... Ichabod, sin embargo, seguía allí, como hubiera hecho cualquier
otro enamorado de aquella región, en la esperanza de poder conversar a solas
con su amada, y en adorable tête-á-tête, siquiera unos minutos, antes de
partir. Tenía la cara iluminada de dicha, pues no albergaba más convicción que
la de hallarse a las puertas del éxito. Mas no pretendo decir qué ocurrió en la
entrevista que mantuvieron, pues debo señalar, en aras de la mayor sinceridad,
que lo ignoro por completo... Algo, no obstante, debió de ir mal, pues al cabo
de muy pocos minutos de conversación el pobre maestro mostró un amargo y
desolado rictus en su antes feliz y satisfecho semblante. ¡Oh, estas mujeres!
¡Cómo son! ¿Sería posible que aquella muchacha no hubiera hecho más que
coquetear con él, para divertirse, o acaso para burlarse, un rato? ¿Sería
posible que hubiera alentado arteramente las esperanzas del pobre pedagogo,
para dar celos a quien era el peor enemigo del bueno de Ichabod, nada más? Yo,
la verdad, no lo sé; quizás el cielo... Limitémonos a decir que Ichabod salió
de la granja de Van Tassel, más que como un digno invitado, como un granuja que
hubiera ido allí para robar un par de gallinas y no para hacerse con los
favores del corazón de una damisela... Así, ahora, sin reparar ya en la bondad
y riqueza de cuanto allí había, se dirigió a toda prisa a los establos, pegó un
puntapié al penco que lo llevara, para que se levantase del suelo sobre cuyas
pajas se había tirado a dormir puede que soñando con auténticas montañas de
maíz, o con unas praderas repletas de tréboles, o con interminables valles de
alfalfa y forraje; unos sueños, pobre bruto, que se le desvanecieron de golpe.
Fue a la hora de las brujas, en lo más negro ya de la noche, cuando Ichabod,
con su cresta de gallo orgulloso ahora caída, meditabundo y con mucho dolor en
su amargado corazón, tomó el camino de vuelta por las laderas de los cerros
desde los que se dominaba Tarry Town... Aquellos lugares que de manera tan
distinta había contemplado, y con el ánimo no menos distinto, pocas horas
antes, cuando aún el día era hermoso. La noche, ahora, se mostraba tan triste
como él; acaso, igual de dolorida. Abajo y a lo lejos, el Tappan Zee, profundamente negro, albergaba una luz
que en la lejanía se mostraba siniestra, la lámpara que se mecía en el mástil
de una embarcación pequeña allí anclada, a merced del vaivén moroso de las
aguas. Puede que fuese aquella pequeña embarcación que había contemplado con
deleite por la tarde, pero ahora le pareció totalmente distinta, incluso
infame. A las doce de la noche, en aquel aterrador silencio que todo lo
presidía, oyó el maestro poco después el ladrido largo y agudo, pero muy débil,
como lastimero, de un perro guardián; lo sintió tan lejos que se dijo que ni
los perros querrían ya acercarse a él. También le parecía sentir, de tarde en
tarde, el canto de un gallo, pero lo tenía por un simple eco como escapado de
sus sueños; o como llegado de una granja en la que nadie querría ya darle
alojamiento ni comida. Por donde pasaba nada vivo se veía, ni se percibía;
acaso, únicamente, el canto monocorde y melancólico de los grillos, el croar
impertinente de una rana de las ciénagas, quejumbrosa, como si no pudiera
dormir bien en aquella tan propicia humedad o como si la hubiese despertado él
mismo al pasar por allí con su caballo. Todas las historias de aparecidos, de muertos
y de fantasmas, que había oído contar aquella noche, comenzaron a agitarse
entonces en su cabeza, cual si se le hubiera metido un torbellino en ella... La
noche, encima, era cada vez más negra, según se adentraba en el bosque; las
estrellas del cielo parecían haberse clavado en la bóveda celeste como sin
brillo, ocultas a cada poco por algunas nubes que pasaban.
Jamás se
había sentido el bueno de Ichabod ni tan solo ni tan desgraciado como aquella
noche; llegaba ya a uno de esos puntos tenidos por malditos en todas las
leyendas de la región, un lugar, al parecer, favorito de los espectros, cuando
de pronto se topó con un árbol enorme, un tulipero que se alzaba por encima de
todos los demás, como un mojón gigantesco animado por la savia; un mojón tan
poderoso de ramas como otros árboles lo son de tronco... Aquellas ramas del
tulipero ofrecían, en su retorcimientos, figuras tan fantásticas como
incontables que tocaban el suelo para remontarse después hasta el aire; era el
árbol, por cierto, en el que cayó cautivo de los seres de la noche, según la
leyenda, el pobre y malogrado mayor André, que así, perdiendo allí la vida, le
dio nombre, al punto de que todos en la región se referían a él como el árbol
del mayor André. Las gentes del lugar, cuando lo mentaban, lo hacían con una
mezcla de temor y de reverencia supersticiosa, y acto seguido se lamentaban de
la suerte trágica del mayor, un héroe desventurado, como si con su evocación
cariñosa quisieran espantarlo para que no se les apareciera entre lamentos y
gritos desgarradores. Cuando más se iba aproximando Ichabod a tan terrorífico
árbol, y para quitarse de encima el miedo, comenzó a silbar inopinadamente...
Mas oyó entonces que era respondido con un silbido idéntico... Se dijo, empero,
que no era más que una ráfaga de viento súbito que le llegó a través de las
retorcidas ramas del tulipero... No obstante, cuando ya estuvo prácticamente
bajo el árbol, dejó de silbar y detuvo su cabalgadura. Algo informe, de lo que
sólo percibía un color blanco, pendía de una de las fuertes ramas; urgió de
nuevo a su caballo, para acercarse, y comprobó entonces que no colgaba de rama
alguna cualquier cosa, sino que el tronco mostraba una herida en su corteza,
como si hubiera sido alcanzada por un rayo. No tuvo apenas tiempo de respirar
en paz, sin embargo, pues al punto escuchó un gemido largo y sentido... Se puso
a temblar; apenas podía controlar ahora la mandíbula y sus piernas; así y todo,
armándose de valor de nuevo, siguió un poco más allá, y otra vez aliviado comprobó
que aquello no había sido más que el sonido hecho por dos ramas que se rozaban
a merced de la brisa... Salió Ichabod de los dominios del árbol, pues, pero no
había escapado con ello al peligro que se cernía sobre él. A unas doscientas
yardas del árbol cruzaba el camino un arroyuelo que se precipitaba hacia una
zona de légamos conocida como el pantano de Wiley. Para cruzarlo, unos troncos
hábilmente dispuestos ofrecían el paso propio de un puente, y del lado de la
corriente del arroyuelo varios castaños y robles, por cuyos troncos trepaba la
hierba, se cerraban como una bóveda sobre aquel paso tan improvisado como
eficaz. Algo en su interior, entonces, le hizo sentir una cierta aprensión,
como si unos pasos más allá no hubiese otra cosa que una gruta oscura y sin
salida... Atravesar aquello, pues, le supondría la prueba más difícil de
superar. Sabía bien el maestro, además, que fue entre aquellos árboles, robles
y castaños, donde se escondieron los soldados que, más allá de la leyenda,
tendieron la emboscada al mayor André; eso, y la leyenda en sí misma, hicieron
que el puente fuera tenido por todos como un lugar maldito, que sólo debía
cruzarse de noche y en compañía... Y é liba solo... Ahora comprendía bien el
terror de sus alumnos cuando, con la oscuridad de los días de invierno, tenían
que atravesarlo para regresar a sus casas una vez concluidas las lecciones.
Cuanto más
se aproximaba su montura al riachuelo, más fuerte le latía en el pecho el
corazón a Ichabod, como si fuera a hacer saltar las costillas. Pero, respirando
hondo, haciendo acopio de todoel valor y de toda la fuerza de voluntad que hubo
de requerirse para no dar marcha atrás, fustigó violentamente a su caballo, le
clavó los tacones de sus botas en los ijares, en la esperanza de que el penco
saliese casi de estampida paracruzar aquello cuanto antes, pero el mal bicho
que era aquel caballo, resabiado e indolente, no hizo más que un violento
escorzo hacia su derecha, para que su jinete se golpeara de manera brutal
contra un árbol... El maestro, ahora tan enfadado como preso del pánico, y que
a cada segundo que pasaba en aquel lugar sentía aún más miedo, tiró de las
riendas, sin embargo, hacia el lado contrario, para herir en los belfos al
caballo con el bocado y obligarlo así a seguir el rumbo que quería... Más fue
inútil; el penco se echó a galope, sí, pero no para cruzar lo que su jinete le
indicaba, sino para tirarse de costado, violentamente, como si hubiera sido
abatido por un disparo, contra unas zarzas repletas de espinas que había a la
izquierda del camino. Aun maltrecho, se levantó Ichabod, volvió a montar y
castigó con una dureza inimaginable al bruto, sacudiéndole con la fusta aún más
fuerte que antes y clavándole los tacones de sus botas en los ijares con
auténtica saña... El viejo Pólvora relinchó, se puso de manos y salió otra vez
a galope... Más justo cuando llegaba a la embocadura del puente se paró en
seco, como las mulas... A punto estuvo de salir lanzado el maestro por encima
de las orejas del penco, y si no lo hizo fue porque se agarró con fuerza al
cuello de la bestia malvada... Iba a castigarlo de nuevo con otra ración de
fustazos, pero entonces percibió unas pisadas en el agua... Al tétrico amparo
ofrecido por la bóveda de los árboles apenas vio una sombra informe, erguida,
alargada y ancha, quieta, como abrigada en la oscuridad cual fiera dispuesta a
lanzarse sobre el viajero que osara entrar en sus dominios. El vello del pobre
pedagogo se erizaba a impulsos del terror que lo embargaba. ¿Qué podía hacer o
decir? Era demasiado tarde para girar la grupa de su caballo y escapar por
donde había venido; además, podía tratarse de un espectro, de un fantasma, de
un espíritu, seres del aire capaces de atravesarlo incluso de cara al viento.
Así que, haciendo acopio de los últimos rescoldos de valor y de cordura que
ardían en su pecho y en su cabeza, y a despecho de su voz en un hilo, escuchó
no sin sorpresa que de su boca salía una pregunta: «Quién eres?» Como la sombra
no respondiera repitió la pregunta. Y tampoco obtuvo respuesta. Así que no le
quedó otra que atizar con la fusta de nuevo al maldito Pólvora, clavándole con
saña los tacones una vez más, cantar con voz temblorosa y en un puro grito uno
de sus salmos y galopar por donde había llegado... Mas justo entonces la sombra
se interpuso en su camino, abandonando su anterior escondite, para cerrarle el
paso. Ahora, a corta distancia, podía distinguir mejor la sombra, que adquiría
forma: a pesar de la lobreguez de la noche vio a un jinete corpulento que
montaba un altísimo y muy fuerte caballo negro. No parecía ni molesto ni
amigable. Ichabod, no obstante, hizo que su caballo siguiera, al paso ahora, y
cuando llegó a su altura el jinete se apartó, lo dejópasar, y luego siguió
junto al maestro, situando su caballo del lado por el que no veía su penco, que
ahora parecía tranquilo y manso, manejable. Concluyó Ichabod su salmo y se
decidió entonces a mirar a su nocturno compañero, a pesar del miedo, recordando
de golpe aquella aventura de la apuesta que narrara Brom el Huesos... Eso fue
lo que le hizo fustigar de nuevo a su penco, en la esperanza de dejar atrás al
fantasma... Mas picó espuelas el jinete maldito para alcanzarlo de nuevo, sin
mayor esfuerzo de su montura. Al maestro
no se le ocurrió otra cosa que tirar atrás de las bridas, para hacer más lento
el paso de su jamelgo. Pero el jinete hizo lo mismo. A Ichabod le latía
entonces el corazón de manera que casi se le oía, más aún que el retumbar de
los cascos de los caballos en el silencio de la noche. Se puso a cantar otro
salmo, que ahora, empero, no le salió; tenía la boca seca por el pánico, la
lengua se le pegaba al paladar y no le salían ni una nota, niuna palabra de la
primera estrofa... Su compañero nocturno parecía obstinado en su silencio, algo
que aún le resultaba más temible al maestro. Pronto, empero, sabría el porqué.
Descendían ambos, emparejadas sus monturas, por la ladera de una leve colina,
en la claridad que auspiciaba el fondo del firmamento y la ausencia en aquella
zona de bosque, cuando se percató, aun mirándole de reojo, de que aquel ser era
aún más corpulento de lo que ya de por sí le había parecido antes; y que no
tenía cabeza, lo que hará comprender a cualquiera la clase de pánico que, sobre
los ya padecidos, embargó ahora al pobre pedagogo...
Mucho más,
ni habría que decirlo, cuando comprobó cómo el jinete apoyaba su propia cabeza,
que llevaba hasta entonces bajo un brazo, en el arzón de la silla de su
caballo.Mil escalofríos, como latigazos, sacudieron de arriba abajo el cuerpo
de Ichabod, empavorecido. No pudo pensar nada, ni considerar por más tiempo su
situación; comenzó a pegar a su caballo con manos y pies... Pólvora, al menos,
obedeció esta vez, lanzándose a galope tendido... Pero fue en vano, porque de
inmediato tuvo de nuevo a su altura al jinete sin cabeza; galopaban en una
enloquecida carrera, sacando chispas de las piedras los cascos de sus caballos;
inclinado sobre el cuello de su penco, Ichabod sentía que su traje flotaba en
el aire, lo que le complacía pues le daba la sensación de que podría dejar atrás
al fantasma... Pero llegaron juntos hasta el cruce de caminos en el que se
tomaba el que conducía hasta Sleepy Hollow; entonces, Pólvora, que parecía
poseído por un demonio, cambió inopinadamente de rumbo, y en vez de girar a la
derecha, como procedía, se tiró en su loca carrera por la cuesta de un sendero
arenoso que llevaba desde los árboles al puente, ese otro puente famoso de las
historias de aparecidos, el grande que lleva a la colina frondosa en la que se
alzan la iglesia encalada que tiene a su vera el camposanto.
Hasta ese
preciso momento, el pánico que también sentía el pobre penco parecía otorgarle
cierta ventaja sobre el fantasma, aun cuando, desde luego, no fuera tan buen
jinete como el decapitado... Pero cuando llevaba recorrida no más de la mitad
del sendero, sintió que se le aflojaban las cinchas de la silla de montar y
algo así como si su penco se le escurriera entre las piernas. Trató de
equilibrarse y de asir la silla de montar con las piernas, para que no se le
fuera, pero nada; se salvó de una terrible caída, y del consiguiente batacazo,
aferrándose con todas sus fuerzas al cuello y a las crines del penco, mientras
su silla caía irremediablemente al suelo y era pisoteada, lo oyó perfectamente,
por los cascos del caballo del fantasma que estaba a punto de darle alcance.
Así y todo, pensó en la ira de Hans Van Ripper cuando le contara que había
destrozado su silla de montar preferida, la que solía poner los domingos a su
montura... Pero fue sólo un instante; lo que sufría ahora era insuperable; los
enfados de Van Ripper resultaban una tontería comparado con aquello... Sentía
cada vez más cercano al fantasma; Ichabod, que no era precisamente un jinete
indio, iba peor que mal montando a pelo y a todo galope, y a punto estaba de
caerse por un lado, cuando lograba rehacerse y a punto estaba de caer por el
otro lado; además, golpeaban tan brutalmente sus nalgas contra los huesos del
penco, que le parecía inminente el batacazo; al menos así, se decía, si se
tronchaba el cuello acabaría de una vez por todas aquella pesadilla...
Un claro
entre los árboles le hizo cobrar mayor confianza, sin embargo, y ansió embocar
el puente que conducía a la iglesia cuanto antes, ya que era aquél el camino
que había tomado inopinadamente su caballo. La luz de la luna, que caía trémula
sobre las aguas, le hizo saber que no erraba en sus pronósticos. Vio casi acto
seguido el encalado de la iglesia, que refulgía en la oscuridad a través de los
árboles; recordar que allí, en el puente, se había esfumado el fantasma cuando
compitió contra Brom el Huesos, le hizo sentir alivio. «Si llego en cabeza al
puente estaré a salvo», pensó; y justo en ese momento oyó a sus espaldas el
resoplido del caballo del fantasma, un caballo igualmente fantasmagórico, que
casi le quemaba; volvió a fustigar al viejo Pólvora y cruzó en cabeza el
puente, levantando un estrépito de tablas bajo su galope. Ya del otro lado, no
pudo evitar volverse con la esperanza de que, al igual que en el relato del
fanfarrón, y cual parecía norma en los fantasmas, se hubiera hecho una
llamarada de fuego su perseguidor, esfumándose de inmediato... Pero lo que vio,
empero, fue mucho más aterrador; se irguió el jinete en su montura sobre los
estribos, tomó su cabeza con una mano y la lanzó con fuerza hacia Ichabod, que
no pudo esquivar tan espantoso proyectil... La cabeza del fantasma se estrelló
contra la suya con un sonido de piedras que se entrechocaran... Cayó a tierra;
Pólvora, el jinete decapitado y su caballo negro pasaron por encima de aquel
cuerpo yaciente como una simple brisa.
A la mañana
siguiente el malencarado Van Ripper encontró su viejo caballo a las puertas de
su casa, sin montura, claro, y arrastrando la brida... El pobre penco, sabio a
fin de cuentas, saciaba su hambre y trataba de olvidarse de la noche anterior
arrancando a mordiscos puñados de hierba. Ichabod, por el contrario, no hizo
acto de presencia, a pesar de que era la hora del desayuno. Llegó la hora del
almuerzo, y por muy raro que le pareciera al granjero, tampoco apareció. Sin él
en la escuela, los alumnos pasaban el rato junto al riachuelo; nadie sabía nada
acerca de su maestro... Comenzó a temer Van Ripper, ya avanzada latarde, que
algo malo le hubiera ocurrido; además albergaba aún la esperanza de que, con la
aparición de Ichabod, lo hiciera también su silla de montar. Varias
averiguaciones dieron pronto su fruto...
Encontraron sus huellas, y a un lado del camino, aunque enterrada casi por
completo en el suelo arenoso y un tanto destrozada, hallaron también la silla
de montar del viejo holandés. Las huellas conducían hasta el puente; desde allí
vieron flotar el sombrero del infortunado Ichabod en la parte donde las aguas
eran más negras y profundas; no muy lejos, cerca de la orilla, vieron también
una calabaza partida. Pronto se organizó una partida para rastrear el curso del
riachuelo, pero fue en vano; nadie albergó al final duda alguna sobre lo que
más evidente era, esto es, que Ichabod no
estaba por allí, ni vivo ni muerto. Luego, Hans Van Ripper, que se instituyó en
una especie de albacea testamentario del maestro, examinó sus pertenencias... Apenas
nada; dos camisas y otra medio rota; un par de corbatas de lazo, dos pares, o
acaso sólo uno, de medias, unos viejos pantalones de pana, una navaja mohosa,
un libro de salmos con gran cantidad de marcas en cada página, un diapasón
roto... Los libros y el mobiliario de la escuela, por otra parte, pertenecían a
la comunidad, salvo la Historia de la
brujería, de Cotton Mather, y un Almanaque de Nueva Inglaterra, además de
un volumen que trataba de los oráculos y otro sobre los sueños... Entre las
páginas del libro sobre los sueños había una hoja de papel llena de tachaduras
y borrones de tinta, el resultado de un intento que hiciera el pobre maestro
por dedicar unos sentidos versos a la joven heredera de los Van Tassel.
Aquellos libros tan mágicos y el poema frustrado fueron a parar al fuego, de la
mano del propio Van Ripper, quien decidió en el preciso instante de arrojarlos
a las llamas, y después de haberles echado un vistazo somero, que sus hijos
jamás volverían a pisar una escuela, harto convencido como lo estabade que nada
bueno podía obtenerse de la lectura ni de la escritura... Por lo demás, se dijo
el granjero, parecía evidente que si Ichabod tenía ahorrado algún dinero, al
margen del que había recibido un par de días atrás como paga por su trabajo,
había desaparecido con él mismo. El caso de la desaparición del maestro fue la
comidillade todos en la iglesia, el domingo siguiente. Grupos de chismosos,
aquí y allá, en el jardín de la iglesia y hasta entre las tumbas del
camposanto, hablaban largamente de ello, especulando sobre mil posibilidades a
cual más descabellada; después, como de paseo, y sin dejar de hablar del caso,
cruzaron el puente y caminaron por la orilla, deteniéndose especialmente en los
puntos donde se hallaron el sombrero del maestro y la calabaza partida. Las
historias de Brouwer, de Brom el Huesos, y muchas otras más, dieron mucho que
pensar y opinar a todo el mundo... Así que, después de sopesar estas y aquellas
posibilidades, mientras fumaban plácidamente sus pipas de aromático tabaco, los
hombres de Sleepy Hollow concluyeron que la única solución al enigma la ofrecía
el hecho inequívoco de que el pobre maestro había sido raptado por el fantasma
del jinete sin cabeza. Como Ichabod era soltero y no tenía deudas, la gente de jó
de pensar en él y en su desaparición muy pronto, no tenían por qué estrujarse
por más tiempo la sesera... Se habilitó otra casa como escuela y pronto hubo en
el pueblo un nuevo maestro. Es verdad, en cualquier caso, que un viejo granjero
que ha estado recientemente en Nueva York, ahora que han transcurrido ya unos
cuantos años desde que desapareció Ichabod Crane, añade nuevos elementos de
misterio a la historia, lo que sin duda encantará a todos en Sleepy Hollow,
pues cuenta que Ichabod Crane sigue vivo. Asegura que huyó del valle por miedo
a una nueva aparición del fantasma y también por el dolor que le causó el
rechazo de la hija de Van Tassel. Dice también que vive en un lugar muy
apartado, donde poco después de su llegada siguió ejerciendo la docencia
mientras estudiaba leyes, lo que le facultó para desempeñarse como abogado y
entrar con éxito en política, apareciendo en los periódicos varias veces cuando
se presentó en una candidatura... Dice también este hombre que no hace mucho ha
sido nombrado juez del Ten Pound Court. En lo que a Brom el Huesos respecta,
sólo cabe decir que, poco después de la desaparición de quien fuera su rival en
amores, condujo triunfante a la bella Katrina al altar... Y como no podía ser
de otra manera, cada vez que Brom el Huesos oía decir algo sobre la calabaza
partida que se halló en el río, un poco más allá de donde flotaba el sombrero
del maestro, se moría de risa... Eso hizo pensar a más de uno que a buen seguro
sabía bastante más de lo que decía sobre la desaparición de Ichabod, pero no
creo digna de ser tenida en cuenta tal opinión, pues según las viejas comadres
de Sleepy Hollow, tan sabias ellas para emitir juicios sobre asuntos así de
escabrosos, Ichabod fue apartado de este mundo por medios perfectamente
sobrenaturales. Como era de esperar, tan abracadabrante suceso se ha convertido
ya en una de las historias favoritas de las gentes de la región, que lo narran
en las noches de invierno al calor de la lumbre. El puente maldito, así las
cosas, se ha convertido en uno de los lugares que más cuidadosamente evitan
quienes en este valle moran, presos de un terror supersticioso a tan inocente
lugar... Acaso tal sea la razón de que hace unos pocos años se decidiera
desviar el camino que llevaba a la iglesia, y que hacía obligatorio el paso por
el puente, por la orilla de la presa del molino. La que fue escuela en donde
impartió sus enseñanzas Ichabod Crane no es más que una casa en ruinas
lamentables; quienes se atreven a pasar relativamente cerca de sus paredes
desconchadas y húmedas de moho, lo hacen con bastante aprensión, despacio para
no pisar fuerte, pues cuentan que allí vive, nada menos, el fantasma del pobre
Ichabod. Los mozos que labran la tierra, por su parte, cuando regresan agotados
a sus casas, tras una larga y dura jornada, sobre todo en el verano, cuando
empieza a anochecer, aseguran que se oye en la lejanía la voz de quien fuera el
maestro de Sleepy Hollow entonando uno de sus salmos tan melancólicamente que
se les parte el corazón de pena.
La máscara de la Muerte Roja, 1842, Edgar Allan Poe (Estados Unidos)
La “Muerte Roja” había
devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste había sido tan fatal y
tan espantosa. La sangre era encarnación y su sello: el rojo y el horror de la
sangre. Comenzaba con agudos dolores, un vértigo repentino, y luego los poros
sangraban y sobrevenía la muerte. Las manchas escarlata en el cuerpo y la cara
de la víctima eran el bando de la peste, que la aislaba de toda ayuda y de toda
simpatía, y la invasión, progreso y fin de la enfermedad se cumplían en media
hora.
Pero el príncipe Próspero era
feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios quedaron semidespoblados llamó a
su lado a mil caballeros y damas de su corte, y se retiró con ellos al seguro
encierro de una de sus abadías fortificadas. Era ésta de amplia y magnífica
construcción y había sido creada por el excéntrico aunque majestuoso gusto del
príncipe. Una sólida y altísima muralla la circundaba. Las puertas de la
muralla eran de hierro. Una vez adentro, los cortesanos trajeron fraguas y
pesados martillos y soldaron los cerrojos. Habían resuelto no dejar ninguna vía
de ingreso o de salida a los súbitos impulsos de la desesperación o del
frenesí. La abadía estaba ampliamente aprovisionada. Con precauciones
semejantes, los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior
se las arreglara por su cuenta; entretanto era una locura afligirse. El príncipe
había reunido todo lo necesario para los placeres. Había bufones,
improvisadores, bailarines y músicos; había hermosura y vino. Todo eso y la
seguridad estaban del lado de adentro. Afuera estaba la Muerte Roja.
Al cumplirse el quinto o sexto
mes de su reclusión, y cuando la peste hacía los más terribles estragos, el
príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de la más
insólita magnificencia.
Aquella mascarada era un cuadro
voluptuoso, pero permitan que antes les describa los salones donde se
celebraba. Eran siete -una serie imperial de estancias-. En la mayoría de los
palacios, la sucesión de salones forma una larga galería en línea recta, pues
las dobles puertas se abren hasta adosarse a las paredes, permitiendo que la
vista alcance la totalidad de la galería. Pero aquí se trataba de algo muy
distinto, como cabía esperar del amor del príncipe por lo extraño. Las
estancias se hallaban dispuestas con tal irregularidad que la visión no podía
abarcar más de una a la vez. Cada veinte o treinta metros había un brusco
recodo, y en cada uno nacía un nuevo efecto. A derecha e izquierda, en mitad de
la pared, una alta y estrecha ventana gótica daba a un corredor cerrado que
seguía el contorno de la serie de salones. Las ventanas tenían vitrales cuya
coloración variaba con el tono dominante de la decoración del aposento. Si, por
ejemplo, la cámara de la extremidad oriental tenía tapicerías azules,
vívidamente azules eran sus ventanas. La segunda estancia ostentaba tapicerías
y ornamentos purpúreos, y aquí los vitrales eran púrpura. La tercera era
enteramente verde, y lo mismo los cristales. La cuarta había sido decorada e
iluminada con tono naranja; la quinta, con blanco; la sexta, con violeta. El
séptimo aposento aparecía completamente cubierto de colgaduras de terciopelo
negro, que abarcaban el techo y la paredes, cayendo en pliegues sobre una
alfombra del mismo material y tonalidad. Pero en esta cámara el color de las
ventanas no correspondía a la decoración. Los cristales eran escarlata, tenían
un color de sangre.
A pesar de la profusión de
ornamentos de oro que aparecían aquí y allá o colgaban de los techos, en
aquellas siete estancias no había lámparas ni candelabros. Las cámaras no
estaban iluminadas con bujías o arañas. Pero en los corredores paralelos a la
galería, y opuestos a cada ventana, se alzaban pesados trípodes que sostenían
un ígneo brasero cuyos rayos se proyectaban a través de los cristales teñidos e
iluminaban brillantemente cada estancia. Producían en esa forma multitud de resplandores
tan vivos como fantásticos. Pero en la cámara del poniente, la cámara negra, el
fuego que a través de los cristales de color de sangre se derramaba sobre las
sombrías colgaduras, producía un efecto terriblemente siniestro, y daba una
coloración tan extraña a los rostros de quienes penetraban en ella, que pocos
eran lo bastante audaces para poner allí los pies. En este aposento, contra la
pared del poniente, se apoyaba un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo se
balanceaba con un resonar sordo, pesado, monótono; y cuando el minutero había
completado su circuito y la hora iba a sonar, de las entrañas de bronce del
mecanismo nacía un tañido claro y resonante, lleno de música; mas su tono y su
énfasis eran tales que, a cada hora, los músicos de la orquesta se veían
obligados a interrumpir momentáneamente su ejecución para escuchar el sonido, y
las parejas danzantes cesaban por fuerza sus evoluciones; durante un momento,
en aquella alegre sociedad reinaba el desconcierto; y, mientras aún resonaban
los tañidos del reloj, era posible observar que los más atolondrados palidecían
y los de más edad y reflexión se pasaban la mano por la frente, como si se
entregaran a una confusa meditación o a un ensueño. Pero apenas los ecos
cesaban del todo, livianas risas nacían en la asamblea; los músicos se miraban
entre sí, como sonriendo de su insensata nerviosidad, mientras se prometían en
voz baja que el siguiente tañido del reloj no provocaría en ellos una emoción
semejante. Mas, al cabo de sesenta y tres mil seiscientos segundos del Tiempo
que huye, el reloj daba otra vez la hora, y otra vez nacían el desconcierto, el
temblor y la meditación.
Pese a ello, la fiesta era
alegre y magnífica. El príncipe tenía gustos singulares. Sus ojos se mostraban
especialmente sensibles a los colores y sus efectos. Desdeñaba los caprichos de
la mera moda. Sus planes eran audaces y ardientes, sus concepciones brillaban
con bárbaro esplendor. Algunos podrían haber creído que estaba loco. Sus
cortesanos sentían que no era así. Era necesario oírlo, verlo y tocarlo para
tener la seguridad de que no lo estaba. El príncipe se había ocupado
personalmente de gran parte de la decoración de las siete salas destinadas a la
gran fiesta, su gusto había guiado la elección de los disfraces.
Grotescos eran éstos, a no
dudarlo. Reinaba en ellos el brillo, el esplendor, lo picante y lo
fantasmagórico. Veíanse figuras de arabesco, con siluetas y atuendos
incongruentes, veíanse fantasías delirantes, como las que aman los locos. En
verdad, en aquellas siete cámaras se movía, de un lado a otro, una multitud de
sueños. Y aquellos sueños se contorsionaban en todas partes, cambiando de color
al pasar por los aposentos, y haciendo que la extraña música de la orquesta
pareciera el eco de sus pasos.
Mas otra vez tañe el reloj que
se alza en el aposento de terciopelo. Por un momento todo queda inmóvil; todo
es silencio, salvo la voz del reloj. Los sueños están helados, rígidos en sus
posturas. Pero los ecos del tañido se pierden -apenas han durado un instante- y
una risa ligera, a medias sofocada, flota tras ellos en su fuga. Otra vez crece
la música, viven los sueños, contorsionándose al pasar por las ventanas, por
las cuales irrumpen los rayos de los trípodes. Mas en la cámara que da al oeste
ninguna máscara se aventura, pues la noche avanza y una luz más roja se filtra
por los cristales de color de sangre; aterradora es la tiniebla de las
colgaduras negras; y, para aquél cuyo pie se pose en la sombría alfombra, brota
del reloj de ébano un ahogado resonar mucho más solemne que los que alcanzan a
oír las máscaras entregadas a la lejana alegría de las otras estancias.
Congregábase densa multitud en
estas últimas, donde afiebradamente latía el corazón de la vida. Continuaba la
fiesta en su torbellino hasta el momento en que comenzaron a oírse los tañidos
del reloj anunciando la medianoche. Calló entonces la música, como ya he dicho,
y las evoluciones de los que bailaban se interrumpieron; y como antes, se
produjo en todo una cesacion angustiosa. Mas esta vez el reloj debía tañer doce
campanadas, y quizá por eso ocurrió que los pensamientos invadieron en mayor
número las meditaciones de aquellos que reflexionaban entre la multitud
entregada a la fiesta. Y quizá también por eso ocurrió que, antes de que los
últimos ecos del carrillón se hubieran hundido en el silencio, muchos de los
concurrentes tuvieron tiempo para advertir la presencia de una figura
enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención de nadie. Y,
habiendo corrido en un susurro la noticia de aquella nueva presencia, alzóse al
final un rumor que expresaba desaprobación, sorpresa y, finalmente, espanto,
horror y repugnancia. En una asamblea de fantasmas como la que acabo de
describir es de imaginar que una aparición ordinaria no hubiera provocado semejante
conmoción. El desenfreno de aquella mascarada no tenía límites, pero la figura
en cuestión lo ultrapasaba e iba incluso más allá de lo que el liberal criterio
del príncipe toleraba. En el corazón de los más temerarios hay cuerdas que no
pueden tocarse sin emoción. Aún el más relajado de los seres, para quien la
vida y la muerte son igualmente un juego, sabe que hay cosas con las cuales no
se puede jugar. Los concurrentes parecían sentir en lo más hondo que el traje y
la apariencia del desconocido no revelaban ni ingenio ni decoro. Su figura,
alta y flaca, estaba envuelta de la cabeza a los pies en una mortaja. La
máscara que ocultaba el rostro se parecía de tal manera al semblante de un
cadáver ya rígido, que el escrutinio más detallado se habría visto en
dificultades para descubrir el engaño. Cierto, aquella frenética concurrencia
podía tolerar, si no aprobar, semejante disfraz. Pero el enmascarado se había
atrevido a asumir las apariencias de la Muerte Roja. Su mortaja estaba
salpicada de sangre, y su amplia frente, así como el rostro, aparecían
manchados por el horror escarlata.
Cuando los ojos del príncipe
Próspero cayeron sobre la espectral imagen (que ahora, con un movimiento lento
y solemne como para dar relieve a su papel, se paseaba entre los bailarines),
convulsionóse en el primer momento con un estremecimiento de terror o de
disgusto; pero inmediatamente su frente enrojeció de rabia.
-¿Quién se atreve -preguntó,
con voz ronca, a los cortesanos que lo rodeaban-, quién se atreve a insultarnos
con esta burla blasfematoria? ¡Apodérense de él y desenmascárenlo, para que
sepamos a quién vamos a ahorcar al alba en las almenas!
Al pronunciar estas palabras,
el príncipe Próspero se hallaba en el aposento del este, el aposento azul. Sus
acentos resonaron alta y claramente en las siete estancias, pues el príncipe
era hombre temerario y robusto, y la música acababa de cesar a una señal de su
mano.
Con un grupo de pálidos
cortesanos a su lado hallábase el príncipe en el aposento azul. Apenas hubo
hablado, los presentes hicieron un movimiento en dirección al intruso, quien,
en ese instante, se hallaba a su alcance y se acercaba al príncipe con paso
sereno y cuidadoso. Mas la indecible aprensión que la insana apariencia de
enmascarado había producido en los cortesanos impidió que nadie alzara la mano
para detenerlo; y así, sin impedimentos, pasó éste a un metro del príncipe, y,
mientras la vasta concurrencia retrocedía en un solo impulso hasta pegarse a
las paredes, siguió andando ininterrumpidamente pero con el mismo y solemne
paso que desde el principio lo había distinguido. Y de la cámara azul pasó la
púrpura, de la púrpura a la verde, de la verde a la anaranjada, desde ésta a la
blanca y de allí, a la violeta antes de que nadie se hubiera decidido a detenerlo.
Mas entonces el príncipe Próspero, enloquecido por la ira y la vergüenza de su
momentánea cobardía, se lanzó a la carrera a través de los seis aposentos, sin
que nadie lo siguiera por el mortal terror que a todos paralizaba. Puñal en
mano, acercóse impetuosamente hasta llegar a tres o cuatro pasos de la figura,
que seguía alejándose, cuando ésta, al alcanzar el extremo del aposento de
terciopelo, se volvió de golpe y enfrentó a su perseguidor. Oyóse un agudo
grito, mientras el puñal caía resplandeciente sobre la negra alfombra, y el
príncipe Próspero se desplomaba muerto. Poseídos por el terrible coraje de la
desesperación, numerosas máscaras se lanzaron al aposento negro; pero, al
apoderarse del desconocido, cuya alta figura permanecía erecta e inmóvil a la
sombra del reloj de ébano, retrocedieron con inexpresable horror al descubrir
que el sudario y la máscara cadavérica que con tanta rudeza habían aferrado no
contenían ninguna figura tangible.
Y entonces reconocieron la
presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en la noche. Y uno por
uno cayeron los convidados en las salas de orgía manchadas de sangre y cada uno
murió en la desesperada actitud de su caida. Y la vida del reloj de ébano se
apagó con la del último de aquellos alegres seres. Y las llamas de los trípodes
expiraron. Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron
todo.
El gato negro,
1843, Edgar Allan Poe (Estados Unidos)
No espero ni pido que alguien crea en el extraño
aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara,
cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy
bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi
alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple,
sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las
consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por
fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido
horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante,
tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares
comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la
mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una
vulgar sucesión de causas y efectos naturales.
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y
bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que
llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban
especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad.
Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que
cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció
conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales
fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un
perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o
la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado
amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia
ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.
Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa
compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos,
no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos
pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.
Este último era un animal de notable tamaño y
hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su
inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con
frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son
brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo
menciono la cosa porque acabo de recordarla.
Plutón -tal era el nombre del gato- se había
convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me
seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de
mí en la calle.
Nuestra amistad duró así varios años, en el curso
de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se
alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui
volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos
ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle
violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el
cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño.
Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para
abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el
perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino.
Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al
alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo
enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.
Una noche en que volvía a casa completamente
embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el
gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia,
me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca
y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe
de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra,
estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas,
lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente,
le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan
condenable atrocidad.
Cuando la razón retornó con la mañana, cuando
hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror
se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento
era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en
los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.
El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto
que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el
animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa,
aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún
bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente
antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese
sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída
final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La
filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy
de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos
primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles,
uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha
sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o
malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una
tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una
tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo?
Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y
el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su
propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y,
finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia.
Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué
en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y
el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba
que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para
matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado
mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más
allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más
terrible.
La noche de aquel mismo día en que cometí tan
cruel acción me despertaron gritos de: “¡Incendio!” Las cortinas de mi cama
eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos
escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido.
Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la
desesperanza.
No incurriré en la debilidad de establecer una
relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy
detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al
día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes
se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco
espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la
cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego,
cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase
reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma
con gran atención y detalle. Las palabras “¡extraño!, ¡curioso!” y otras
similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca
superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco
gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga
alrededor del pescuezo del animal.
Al descubrir esta aparición -ya que no podía
considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la
reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un
jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud
había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y
tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado
de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a
la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto
con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que
acababa de ver.
Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón,
ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó
profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del
fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento
informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de
lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente
frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su
lugar.
Una noche en que, borracho a medias, me hallaba
en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno
de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del
lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió
no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me
aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como
Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor
pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque
indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.
Al sentirse acariciado se enderezó prontamente,
ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis
atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba
buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el
animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.
Continué acariciando al gato y, cuando me
disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití
que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo.
Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el
gran favorito de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una
antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había
anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí
me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga
creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal;
un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban
maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima
de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo
con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si
fuera una emanación de la peste.
Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio
fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato,
igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo
hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos
sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la
fuente de mis placeres más simples y más puros.
El cariño del gato por mí parecía aumentar en el
mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría
hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi
silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a
caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba
sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En
esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía
paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero
confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.
Aquel temor no era precisamente miedo de un mal
físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento
casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento
casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me
inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería
dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la
forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única
diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector
recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de
forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón
luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue
asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me
estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del
monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de
una cosa atroz, siniestra…, ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y
terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!
Me sentí entonces más miserable que todas las
miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido
desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en
un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude
ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un
instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños,
para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso
-pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado
eternamente sobre mi corazón.
Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió
en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban
ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La
melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de
todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada
se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y
frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me
acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir.
El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de
tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y
olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido
mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de
haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces,
llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo
y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al
punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era
imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de
que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un
momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió
cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el
cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una
mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa.
Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar
el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media
emparedaban a sus víctimas.
El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus
muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un
mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer.
Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la
cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin
lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el
cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese
descubrir algo sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente
saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente
el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba
de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa,
arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué
cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de
que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada.
Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno,
triunfante, y me dije: “Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano”.
Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia
causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en
aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado
sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi
primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor.
Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la
ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella
noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda
y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.
Pasaron el segundo y el tercer día y mi
atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el
monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo!
Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba
muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho
responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se
descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías
se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección.
Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve
inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No
dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez,
bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón
latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de
un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba
tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente
satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado
grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra
como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.
-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía
la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo
felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa
está muy bien construida… (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con
naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de
excelente construcción. Estas paredes… ¿ya se marchan ustedes, caballeros?…
tienen una gran solidez.
Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas,
golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del
enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.
¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del
archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió
desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo,
semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta
convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un
aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo
puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su
agonía y de los demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería
locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un
instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror.
Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza.
El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie
ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y
el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me
había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo.
¡Había emparedado al monstruo en la tumba!
El Horla, 1887, Guy de Maupassant (Francia)
8 de mayo
¡Qué hermoso
día! He pasado toda la mañana tendido sobre la hierba, delante de mi casa,
bajo el
enorme plátano que la cubre, la resguarda y le da sombra. Adoro esta región, y
me
gusta vivir
aquí porque he echado raíces aquí, esas raíces profundas y delicadas que unen
al
hombre con
la tierra donde nacieron y murieron sus abuelos, esas raíces que lo unen a lo
que se piensa y a lo que se come, a las costumbres como a los alimentos, a los
modismos regionales, a la forma de hablar de sus habitantes, a los perfumes de
la tierra, de las aldeas y del aire mismo. Adoro la casa donde he crecido. Desde
mis ventanas veo el Sena que corre detrás del camino, a lo largo de mi jardín,
casi dentro de mi casa, el grande y ancho Sena, cubierto de barcos, en el tramo
entre Ruán y El Havre. A lo lejos y a la izquierda, está Ruán, la vasta ciudad
de techos azules, con sus numerosas y agudas torres góticas, delicadas o
macizas, dominadas por la flecha de hierro de su catedral, y pobladas de
campanas que tañen en el aire azul de las mañanas hermosas enviándome su suave
y lejano murmullo de hierro, su canto de bronce que me llega con mayor o menor
intensidad según que la brisa aumente o disminuya. ¡Qué hermosa mañana!
A eso de las
once pasó frente a mi ventana un largo convoy de navíos arrastrados por un
remolcador grande como una mosca, que jadeaba de fatiga lanzando por su
chimenea un humo espeso. Después, pasaron dos goletas inglesas, cuyas rojas
banderas flameaban sobre el fondo del cielo, y un soberbio bergantín brasileño,
blanco y admirablemente limpio y reluciente. Saludé su paso sin saber por qué,
pues sentí placer al contemplarlo.
11 de mayo
Tengo algo
de fiebre desde hace algunos días. Me siento dolorido o más bien triste. ¿De
dónde vienen esas misteriosas influencias que trasforman nuestro bienestar en
desaliento y nuestra confianza en angustia? Diríase qué el aire, el aire
invisible, está poblado de lo desconocido, de poderes cuya misteriosa
proximidad experimentamos. ¿Por qué al despertarme siento una gran alegría y
ganas de cantar, y luego, sorpresivamente, después de dar un corto paseo por la
costa, regreso desolado como si me esperase una desgracia en mi casa? ¿Tal vez
una ráfaga fría al rozarme la piel me ha alterado los nervios y ensombrecido el
alma? ¿Acaso la forma de las nubes o el color tan variable del día o de las
cosas me ha perturbado el pensamiento al pasar por mis ojos? ¿Quién puede
saberlo? Todo lo que nos rodea, lo que vemos sin mirar, lo que rozamos
inconscientemente, lo que tocamos sin palpar y lo que encontramos sin reparar
en ello, tiene efectos rápidos, sorprendentes e inexplicables sobre nosotros,
sobre nuestros órganos y, por consiguiente, sobre nuestros pensamientos y
nuestro corazón. ¡Cuán profundo es el misterio de lo Invisible! No podemos
explorarlo con nuestros mediocres sentidos, con nuestros ojos que no pueden
percibir lo muy grande ni lo muy pequeño, lo muy próximo ni lo muy lejano, los
habitantes de una estrella ni los de una gota de agua. . . con nuestros oídos
que nos engañan,
trasformando las vibraciones del
aire en ondas sonoras, como si fueran hadas que convierten milagrosamente en
sonido ese movimiento, y que mediante esa metamorfosis hacen surgir la música
que trasforma en canto la muda agitación de la naturaleza... con nuestro
olfato, más débil que el del perro... con nuestro sentido del gusto, que apenas
puede distinguir la edad de un vino. ¡Cuántas cosas descubriríamos a nuestro
alrededor si tuviéramos otros órganos que realizaran para nosotros otros
milagros!
16 de mayo
Decididamente, estoy enfermo. ¡Y
pensar que estaba tan bien el mes pasado! Tengo fiebre,
una fiebre atroz, o, mejor dicho,
una nerviosidad febril que afecta por igual el alma y el cuerpo. Tengo
continuamente la angustiosa sensación de un peligro que me amenaza, la
aprensión de una desgracia inminente o de la muerte que se aproxima, el
presentimiento suscitado por el comienzo de un mal aún desconocido que germina
en la carne y en la sangre.
18 de mayo
Acabo de consultar al médico pues ya
no podía dormir. Me ha encontrado el pulso acelerado, los ojos inflamados y los
nervios alterados, pero ningún síntoma alarmante. Debo darme duchas y tomar
bromuro de potasio.
25 de mayo
¡No siento
ninguna mejoría! Mi estado es realmente extraño. Cuando se aproxima la noche,
me invade una inexplicable inquietud, como si la noche ocultase una terrible
amenaza para mí. Ceno rápidamente y luego trato de leer, pero no comprendo las
palabras y apenas distingo las letras. Camino entonces de un extremo a otro de
la sala sintiendo la opresión de un temor confuso e irresistible, el temor de
dormir y el temor de la cama. A las diez subo a la habitación. En cuanto entro,
doy dos vueltas a la llave y corro los cerrojos; tengo miedo. . . ¿de qué?. . .
Hasta ahora nunca sentía temor por nada. . . abro mis armarios, miro debajo de
la cama; escucho... escucho... ¿qué?... ¿Acaso puede sorprender que un
malestar, un trastorno de la circulación, y tal vez una ligera congestión, una
pequeña perturbación del funcionamiento tan imperfecto y delicado de nuestra
máquina viviente, convierta en un melancólico al más alegre de los hombres y en
un cobarde al más valiente?
Luego me
acuesto y espero el sueño como si esperase al verdugo. Espero su llegada con
espanto; mi corazón late intensamente y mis piernas se estremecen; todo mi
cuerpo tiembla
en medio del
calor de la cama hasta el momento en que caigo bruscamente en el sueño
como si me
ahogara en un abismo de agua estancada. Ya no siento llegar como antes a ese
sueño
pérfido, oculto cerca de mi, que me acecha, se apodera de mi cabeza, me cierra
los
ojos y me
aniquila. Duermo durante dos o tres horas, y luego no es un sueño sino una
pesadilla lo
que se apodera de mí. Sé perfectamente que estoy acostado y que duermo. . . lo
comprendo y
lo sé. . . y siento también que alguien se aproxima, me mira, me toca, sube
sobre la
cama, se arrodilla sobre mi pecho y
tomando mi
cuello entre sus manos aprieta y
aprieta...
con todas sus fuerzas para estrangularme. Trato de defenderme, impedido por esa
impotencia
atroz que nos paraliza en los sueños: quiero gritar y no puedo; trato de
moverme
y no puedo;
con angustiosos esfuerzos y jadeante, trato de liberarme, de rechazar ese ser
que me
aplasta y me asfixia, ¡pero no puedo!
Y de pronto,
me despierto enloquecido y
cubierto de
sudor. Enciendo una bujía. Estoy solo.
Después de
esa crisis, que se repite todas
las noches,
duermo por fin tranquilamente hasta
el amanecer.
2 de junio
Mi estado se
ha agravado. ¿Qué es lo que tengo? El bromuro y las duchas no me producen
ningún
efecto. Para fatigarme más, a pesar de que ya me sentía cansado, fui a dar un
paseo
por el
bosque de Roumare. En un principio, me pareció que el aire suave, ligero y
fresco,
lleno de
aromas de hierbas y hojas vertía una sangre nueva en mis venas y nuevas
energías
en mi
corazón. Caminé por una gran avenida de caza y después por una estrecha
alameda,
entre dos
filas de árboles desmesuradamente altos que formaban un techo verde y espeso,
casi negro,
entre el cielo y yo. De pronto sentí un estremecimiento, no de frío sino un
extraño
temblor angustioso. Apresuré el paso, inquieto por hallarme solo en ese bosque,
atemorizado
sin razón por el profundo silencio. De improviso, me pareció que me seguían,
que alguien
marchaba detrás de mí, muy cerca, muy cerca, casi pisándome los talones. Me
volví hacia
atrás con brusquedad. Estaba solo. Únicamente vi detrás de mí el resto y amplio
sendero,
vacío, alto, pavorosamente vacío; y del otro lado se extendía también hasta
perderse de vista de modo igualmente solitario y atemorizante.
Cerré los
ojos, ¿por qué? Y me puse a girar sobre un pie como un trompo. Estuve a punto
de caer; abrí los ojos: los árboles
bailaban, la tierra flotaba, tuve que sentarme. Después ya no supe por dónde
había llegado hasta allí. ¡Qué extraño! Ya no recordaba nada. Tomé hacia la
derecha, y llegué a la avenida que me había llevado al centro del bosque.
3 de junio
He pasado una noche horrible. Voy a
irme de aquí por algunas semanas. Un viaje breve sin
duda me tranquilizará.
2 de julio
Regreso
restablecido. El viaje ha sido delicioso. Visité el monte Saint-Michel que no
conocía. ¡Qué hermosa visión se tiene al llegar a Avranches, como llegué yo al
caer la tarde! La ciudad se halla sobre una colina. Cuando me llevaron al
jardín botánico, situado en un extremo de la población, no pude evitar un grito
de admiración. Una extensa bahía se extendía ante mis ojos hasta el horizonte,
entre dos costas lejanas que se esfumaban en medio de la bruma, y en el centro
de esa inmensa bahía, bajo un dorado cielo despejado, se elevaba un monte
extraño, sombrío y puntiagudo en las arenas de la playa. El sol acababa de
ocultarse, y en el horizonte aún rojizo se recortaba el perfil de ese
fantástico acantilado que lleva en su cima un fantástico monumento.
Al amanecer
me dirigí hacia allí. El mar esta
ba bajo como
la tarde anterior y a medida que
me acercaba
veía elevarse gradualmente a la sorprendente abadía. Luego de varias horas de
marcha,
llegué al enorme bloque de piedra en cuya cima se halla la pequeña población
dominada por
la gran iglesia. Después de subir por la calle estrecha y empinada, penetré en
la más
admirable morada gótica construida por Dios en la tierra, vasta como una
ciudad,
con
numerosos recintos de techo bajo, como aplastados por bóvedas y galerías
superiores
sostenidas
por frágiles columnas. Entré en esa gigantesca joya de granito, ligera como un
encaje,
cubierta de torres, de esbeltos torreones, a los cuales se sube por intrincadas
escaleras,
que destacan en el cielo azul del día y negro de la noche sus extrañas cúpulas
erizadas de
quimeras, diablos, animales fantásticos y flores monstruosas, unidas entre sí
por
finos arcos
labrados.
Cuando
llegué a la cumbre, dije al monje que me acompañaba:
-¡Qué bien
se debe estar aquí, padre!
-Es un lugar
muy ventoso, señor-me respondió. Y nos pusimos a conversar mientras
mirábamos
subir el mar, que avanzaba sobre la playa y parecía cubrirla con una coraza de
acero.
El monje me
refirió historias, todas las viejas historias del lugar, leyendas, muchas
leyendas.
Una de ellas me impresionó mucho. Los nacidos en el monte aseguran que de
noche se
oyen voces en la playa y después se perciben los balidos de dos cabras, una de
voz
fuerte y la
otra de voz débil. Los incrédulos afirman que son los graznidos de las aves
marinas que
se asemejan a balidos o a quejas humanas, pero los pescadores rezagados juran
haber
encontrado merodeando por las dunas, entre dos mareas y alrededor de la pequeña
población
tan alejada del mundo, a un viejo pastor cuya cabeza nunca pudieron ver por
llevarla
cubierta con su capa, y delante de él marchan un macho cabrío con rostro de
hombre y una
cabra con rostro de mujer; ambos tienen largos cabellos blancos y hablan sin
cesar:
discuten en una lengua desconocida, interrumpiéndose de pronto para balar con
todas
sus fuerzas.
-¿Cree usted
en eso?-pregunté al monje.
-No sé-me
contestó.
Yo proseguí:
-Si
existieran en la tierra otros seres diferentes de nosotros, los conoceríamos
desde hace
mucho
tiempo; ¿cómo es posible que no los hayamos visto usted ni yo?
-¿Acaso
vemos-me respondió-la cienmilésima parte de lo que existe? Observe por ejemplo
el viento,
que es la fuerza más poderosa de la naturaleza; el viento, que derriba hombres
y
edificios,
que arranca de cuajo los árboles y levanta montañas de agua en el mar, que
destruye los acantilados y que arroja contra ellos a las grandes naves, el
viento que mata, silba, gime y ruge, ¿acaso lo ha visto alguna vez? ¿Acaso lo
puede ver? Y sin embargo existe.
Ante este
sencillo razonamiento opté por callarme. Este hombre podía ser un sabio o tal
vez
un tonto. No
podía afirmarlo con certeza, pero me llamé a silencio. Con mucha frecuencia
había
pensado en lo que me dijo.
3 de julio
Dormí mal;
evidentemente, hay una influencia febril, pues mi cochero sufre del mismo mal
que yo.
Ayer, al regresar, observé su extraña palidez. Le pregunté:
-¿Qué tiene,
Jean?
-Ya no puedo
descansar; mis noches desgastan mis días. Desde la partida del señor parece
que padezco
una especie de hechizo.
Los demás
criados están bien, pero temo que me vuelvan las crisis.
4 de julio
Decididamente,
las crisis vuelven a empezar. Vuelvo a tener las mismas pesadillas.
Anoche sentí
que alguien se inclinaba sobre mí y con su boca sobre la mía, bebía mi vida.
Sí, la bebía
con la misma avidez que una sanguijuela. Luego se incorporó saciado, y yo me
desperté tan
extenuado y aniquilado, que apenas podía moverme. Si eso se prolonga durante
algunos días volveré a ausentarme.
5 de julio
¿He perdido
la razón? Lo que pasó, lo que vi anoche, ¡es tan extraño que cuando pienso en
ello pierdo
la cabeza!
Había
cerrado la puerta con llave, como todas las noches, y luego sentí sed, bebí
medio
vaso de agua
y observé distraídamente que la botella estaba llena. Me acosté en seguida y
caí en uno
de mis espantosos sueños del cual pude salir cerca de dos horas después con una
sacudida más
horrible aún. Imagínense ustedes un hombre que es asesinado mientras
duerme, que
despierta con un cuchillo clavado en el pecho, jadeante y cubierto de sangre,
que no puede
respirar y que muere sin comprender lo que ha sucedido.
Después de
recobrar la razón, sentí nuevamente sed; encendí una bujía y me dirigí hacia la
mesa donde
había dejado la botella. La levanté inclinándola sobre el vaso, pero no había
una gota de agua. Estaba vacía, ¡completamente vacía! Al principio no comprendí
nada, pero de pronto sentí una emoción tan atroz que tuve que sentarme o, mejor
dicho, me desplomé sobre una silla. Luego me incorporé de un salto para mirar a
mi alrededor. Después volví a sentarme delante del cristal trasparente, lleno
de asombro y terror. Lo observaba con la mirada fija, tratando de imaginarme lo
que había pasado. Mis manos temblaban. ¿Quién se había bebido el agua? Yo, yo
sin duda. ¿Quién podía haber sido sino yo? Entonces... yo era sonámbulo, y
vivía sin saberlo esa doble vida misteriosa que nos hace pensar que hay en
nosotros dos seres, o que a veces un ser extraño, desconocido e invisible
ánima, mientras dormimos, nuestro cuerpo cautivo que le obedece como a nosotros
y más que a nosotros.
¡Ah! ¿Quién
podrá comprender mi abominable angustia? ¿Quién podrá comprender la
emoción de un hombre mentalmente
sano, perfectamente despierto y en uso de razón al contemplar espantado una
botella que se ha vaciado mientras dormía? Y así permanecí hasta el amanecer
sin atreverme a volver a la cama.
6 de julio
Pierdo la razón. ¡Anoche también
bebieron el agua de la botella, o tal vez la bebí yo!
10 de julio
Acabo de hacer sorprendentes
comprobaciones. ¡Decididamente estoy loco! Y sin
embargo...
El 6 de julio, antes de acostarme puse sobre la mesa vino, leche, agua, pan y
fresas. Han
bebido -o he bebido-toda el agua y un poco de leche. No han tocado el vino, ni
el pan ni
las fresas. El 7 de julio he repetido la prueba con idénticos resultados. El 8
de julio
suprimí el
agua y la leche, y no han tocado nada. Por último, el 9 de julio puse sobre la
mesa solamente el agua y la leche, teniendo especial cuidado de envolver las
botellas con lienzos de muselina blanca y de atar los tapones. Luego me froté
con grafito los labios, la barba y las manos y me acosté.
Un sueño
irresistible se apoderó de mí, seguido poco después por el atroz despertar. No
me
había
movido; ni siquiera mis sábanas estaban manchadas. Corrí hacia la mesa. Los
lienzos
que
envolvían las botellas seguían limpios e inmaculados. Desaté los tapones,
palpitante de
emoción . ¡
Se habían bebido toda el agua y toda la leche! ¡Ah! ¡Dios mío!...
Partiré
inmediatamente hacia París.
12 de julio
París. Estos
últimos días había perdido la cabeza. Tal vez he sido juguete de mi enervada
imaginación,
salvo que yo sea realmente sonámbulo o que haya sufrido una de esas influencias
comprobadas, pero hasta ahora inexplicables, que se llaman sugestiones. De
todos modos, mi extravío rayaba en la demencia, y han bastado veinticuatro
horas en París para recobrar la cordura. Ayer, después de paseos y visitas, que
me han renovado y vivificado el alma, terminé el día en el Théatre-Francais.
Representábase una pieza de Alejandro Dumas hijo. Este autor vivaz y pujante ha
terminado de curarme. Es evidente que la soledad resulta peligrosa para las
mentes que piensan demasiado. Necesitamos ver a nuestro alrededor a hombres que
piensen y hablen. Cuando permanecemos solos durante mucho tiempo, poblamos de
fantasmas el vacío.
Regresé muy
contento al hotel, caminando por el centro. Al codearme con la multitud, pensé,
no sin ironía, en mis terrores y suposiciones de la semana pasada, pues creí,
sí, creí que un ser invisible vivía bajo mi techo. Cuán débil es nuestra razón
y cuán rápidamente se extravía cuando nos estremece un hecho incomprensible.
En lugar de
concluir con estas simples palabras : "Yo no comprendo porque no puedo
explicarme las causas", nos imaginamos en seguida impresionantes misterios
y poderes
sobrenaturales.
14 de julio
Fiesta de la
República. He paseado por las calles. Los cohetes y banderas me divirtieron
como a un niño. Sin embargo, me parece una tontería ponerse contento un día
determinado por decreto del gobierno. El pueblo es un rebaño de imbéciles, a
veces tonto y paciente, y otras, feroz y rebelde. Se le dice: "Diviértete".
Y se divierte. Se le dice: "Ve a combatir con tu vecino". Y va a
combatir. Se le dice: "Vota por el emperador". Y vota por el
emperador.
Después:
"Vota por la República". Y vota por la República.
Los que lo
dirigen son igualmente tontos, pero en lugar de obedecer a hombres se atienen a
principios,
que por lo mismo que son principios sólo pueden ser necios, estériles y falsos,
es decir, ideas consideradas ciertas e inmutables, tan luego en este mundo
donde nada es seguro y donde la luz y el sonido son ilusorios.
16 de julio
Ayer he
visto cosas que me preocuparon mucho. Cené en casa de mi prima, la señora
Sablé,
casada con el jefe del regimiento 76 de cazadores de Limoges. Conocí allí a dos
señoras jóvenes, casada una de ellas
con el doctor Parent que se dedica intensamente al estudio de las enfermedades
nerviosas y de los fenómenos extraordinarios que hoy dan
origen a las experiencias sobre
hipnotismo y sugestión.
Nos refirió detalladamente los
prodigiosos resultados obtenidos por los sabios ingleses y
por los médicos de la escuela de
Nancy. Los hechos que expuso me parecieron tan extraños
que manifesté mi incredulidad.
-Estamos a punto de descubrir uno de
los más importantes secretos de la naturaleza-decía
el doctor Parent-, es decir, uno de
sus más impor
tantes secretos aquí en la tierra,
puesto que
hay evidentemente otros secretos
importantes en las estrellas. Desde que el hombre piensa,
desde que aprendió a expresar y a
escribir su pensamiento, se siente tocado por un misterio
impenetrable para sus sentidos
groseros e imperfectos, y trata de suplir la impotencia de
dichos sentidos mediante el esfuerzo
de su inteligencia. Cuando la inteligencia permanecía
aún en un estado rudimentario, la
obsesión de los fenómenos invisibles adquiría formas
comúnmente terroríficas. De ahí las
creencias populares en lo sobrenatural. Las leyendas de
las almas en pena, las hadas, los
gnomos y los aparecidos; me atrevería a mencionar incluso
la leyenda de Dios, pues nuestras
concepciones del artífice creador de cualquier religión
son las invenciones más mediocres,
estúpidas e inaceptables que pueden salir de la mente
atemorizada de los hombres. Nada es
más cierto que este pensamiento de Voltaire: "Dios ha
hecho al hombre a su imagen y
semejanza pero el hombre también ha procedido así con él".
Pero desde hace algo más de un
siglo, parece percibirse algo nuevo. Mesmer y algunos
otros nos señalan un nuevo camino y,
efectivamente, sobre todo desde hace cuatro o cinco
años, se han obtenido sorprendentes
resultados.
Mi prima, también muy incrédula,
sonreía. El doctor Parent le dijo:
-¿Quiere que la hipnotice, señora?
-Sí; me parece bien.
Ella se sentó en un sillón y él
comenzó a mirarla fijamente. De improviso, me dominó la
turbación, mi corazón latía con
fuerza y sentía una opresión en la garganta. Veía cerrarse
pesadamente los ojos de la señora
Sablé, y su boca se crispaba y parecía jadear. Al cabo de
diez minutos dormía.
-Póngase detrás de ella-me dijo el
médico.
Obedecí su indicación, y él colocó
en las manos de mi prima una tarjeta de visita al tiempo que le decía:
"Esto es un espejo; ¿qué ve en él?"
-Veo a mi primo-respondió.
-¿Qué hace?
-Se atusa el bigote. -¿Y ahora?
--Saca una fotografía del bolsillo.
-¿Quién aparece en la fotografía?
-Él, mi primo.
¡Era cierto! Esa misma tarde me
habían entregado esa fotografía en el hotel.
-¿Cómo
aparece en ese retrato?
-Se halla de
pie, con el sombrero en la mano.
Evidentemente,
veía en esa tarjeta de cartulina lo que hubiera visto en un espejo.
Las damas
decían espantadas: "¡Basta! ¡Basta, por favor!" Pero el médico
ordenó: "Usted
se levantará
mañana a las ocho; luego irá a ver a su primo al hotel donde se aloja, y le
pedirá que le preste los cinco mil francos que le pide su esposo y que le
reclamará cuando regrese de su próximo viaje". Luego la despertó.
Mientras
regresaba al hotel pensé en esa curiosa sesión y me asaltaron dudas, no sobre
la insospechable, la total buena fe de mi prima a quien conocía desde la
infancia como a una
hermana,
sino sobre la seriedad del médico. ¿No escondería en su mano un espejo que
mostraba a
la joven dormida, al mismo tiempo que la tarjeta? Los prestidigitadores
profesionales
hacen cosas semejantes.
No bien
regresé me acosté. Pero a las ocho y media de la mañana me despertó mi mucamo
y me dijo:
-La señora
Sablé quiere hablar inmediatamente con el señor.
Me vestí de
prisa y la hice pasar. Sentóse muy turbada y me dijo sin levantar la mirada ni
quitarse el velo:
-Querido
primo, tengo que pedirle un gran favor.
-¿De qué se
trata, prima?
-Me cuesta
mucho decirlo, pero no tengo más remedio. Necesito urgentemente cinco mil
francos.
-Pero cómo,
¿tan luego usted?
-Sí, yo, o
mejor dicho mi esposo, que me ha encargado conseguirlos.
Me quedé tan
asombrado que apenas podía balbucear mis respuestas. Pensaba que ella y el
doctor
Parent se estaba burlando de mí, y que eso podía ser una mera farsa preparada
de
vi en el
espejo!... ¡Estaba vacío, claro, profundo y resplandeciente de luz! ¡Mi imagen
no
aparecía y
yo estaba frente a él! Veía aquel vidrio totalmente límpido de arriba abajo. Y
lo
miraba con
ojos extraviados; no me atrevía a avanzar, y ya no tuve valor para hacer un
movimiento más. Sentía que él estaba allí, pero que se me escaparía otra vez,
con su cuerpo
imperceptible
que me impedía reflejarme en el espejo. ¡Cuánto miedo sentí! De pronto, mi
imagen
volvió a reflejarse pero como si estuviese envuelta en la bruma, como si la
observase a través de una capa de agua. Me parecía que esa agua se deslizaba
lentamente de izquierda a derecha y que paulatinamente mi imagen adquiría mayor
nitidez. Era como el final de un eclipse. Lo que la ocultaba no parecía tener
contornos precisos; era una especie de trasparencia opaca, que poco a poco se
aclaraba. Por último, pude distinguirme completamente como todos los días.
¡Lo había
visto! Conservo el espanto que aún me hace estremecer.
20 de agosto
¿Cómo podré
matarlo si está fuera de mi alcance? ¿Envenenándolo? Pero él me verá mezclar el
veneno en el agua y tal vez nuestros venenos no tienen ningún efecto sobre un
cuerpo imperceptible. No... no... decididamente no. Pero entonces... ¿qué haré entonces?
21 de agosto
He llamado a
un cerrajero de Ruán y le he encargado persianas metálicas como las que tienen
algunas residencias particulares de París, en la planta baja, para evitar los
robos. Me haré además una puerta similar. Me debe haber tomado por un cobarde,
pero no importa...
10 de
septiembre
Ruán, Hotel
Continental. Ha sucedido.. . ha sucedido... pero, ¿habrá muerto? Lo que vi me
ha
trastornado.
Ayer,
después que el cerrajero colocó la persiana y la puerta de hierro, dejé todo
abierto hasta medianoche a pesar de que comenzaba a hacer frío. De improviso,
sentí que estaba aquí y me invadió la alegría, una enorme alegría. Me levanté
lentamente y caminé en cualquier dirección durante algún tiempo para que no
sospechase nada. Luego me quité los botines y me puse distraídamente unas
pantuflas. Cerré después la persiana metálica y regresé con paso tranquilo
hasta la puerta, cerrándola también con dos vueltas de llave.
Regresé
entonces hacia la ventana, la cerré con un candado y guardé la llave en el
bolsillo.
De pronto,
comprendí que se agitaba a mi alrededor, que él también sentía miedo, y que me
ordenaba que
le abriera. Estuve a punto de ceder, pero no lo hice. Me acerqué a la puerta y
la entreabrí
lo suficiente como para poder pasar retrocediendo, y como soy muy alto mi
cabeza llegaba hasta el dintel. Estaba seguro de que no había podido escapar y
allí lo acorralé solo, completamente solo. ¡Qué alegría! ¡Había caído en mi
poder! Entonces descendí corriendo a la planta baja; tomé las dos lámparas que
se hallaban en la sala situada debajo de mi habitación, y, con el aceite que
contenían rocié la alfombra, los muebles, todo. Luego les prendí fuego, y me
puse a salvo después de cerrar bien, con dos vueltas de llave, la puerta de
entrada.
Me escondí
en el fondo de mi jardín tras un macizo de laureles. ¡Qué larga me pareció la
espera!
Reinaba la más completa oscuridad, gran quietud y silencio; no soplaba la menor
brisa, no
había una sola estrella, nada más que montañas de nubes que aunque no se veían
hacían
sentir su gran peso sobre mi alma.
Miraba mi
casa y esperaba. ¡Qué larga era la espera! Creía que el fuego ya se había
extinguido por sí solo o que él lo había extinguido. Hasta que vi que una de
las ventanas se hacía astillas debido a la presión del incendio, y una gran
llamarada roja y amarilla, larga, flexible y acariciante, ascendió por la pared
blanca hasta rebasar el techo. Una luz se reflejó en los árboles, en las ramas
y en las hojas, y también un estremecimiento, ¡un estremecimiento de pánico!
Los pájaros se despertaban; un perro comenzó a ladrar; parecía que iba a
amanecer. De inmediato, estallaron otras ventanas, y pude ver que toda la
planta baja de mi casa ya no era más que un espantoso brasero. Pero se oyó un
grito en medio de la noche, un grito de mujer horrible, sobreagudo y
desgarrador, al tiempo que se abrían las ventanas de dos buhardillas. ¡Me había
olvidado de los criados! ¡Vi sus rostros enloquecidos y sus brazos que se
agitaban!...
Despavorido,
eché a correr hacia el pueblo gritando: "¡Socorro! ¡Socorro! ¡Fuego!
¡Fuego!"
Encontré gente que ya acudía al
lugar y regresé con ellos para ver.
La casa ya
sólo era una hoguera horrible y magnífica, una gigantesca hoguera que iluminaba
la La casa ya sólo era una hoguera horrible y magnífica, una gigantesca hoguera
que
iluminaba la tierra, una hoguera
donde ardían lo
s hombres, y él también. Él, mi
prisionero,
el nuevo Ser, el nuevo amo, ¡el
Horla!
De pronto el techo entero se
derrumbó entre las paredes y un volcán de llamas ascendió
hasta el cielo. Veía esa masa de
fuego por todas las ventanas abiertas hacia ese enorme
horno, y pensaba que él estaría
allí, muerto en ese horno... ¿Muerto? ¿Será posible? ¿Acaso
su cuerpo, que la luz atravesaba,
podía destruirse por los mismos medios que destruyen
nuestros cuerpos? ¿Y si no hubiera
muerto? Tal vez sólo el tiempo puede dominar al Ser
Invisible y Temido. ¿Para qué ese
cuerpo trasparente, ese cuerpo invisible, ese cuerpo de
Espíritu, si también está expuesto a
los ma
les, las heridas, la
s enfermedades y la
destrucción prematura?
¿La destrucción prematura? ¡Todo el
temor de la humanidad procede de ella! Después del
hombre, el Horla. Después de aquél
que puede morir todos los días, a cualquier hora, en
cualquier minuto, en cualquier
accidente, ha llegado aquél que morirá solamente un día
determinado en una hora y en un
minuto dete
tierra, una hoguera donde ardían los
hombres, y él también. Él, mi prisionero, el nuevo Ser, el nuevo amo, ¡el
Horla!
De pronto el
techo entero se derrumbó entre las paredes y un volcán de llamas ascendió
hasta el
cielo. Veía esa masa de fuego por todas las ventanas abiertas hacia ese enorme
horno, y pensaba que él estaría allí, muerto en ese horno... ¿Muerto? ¿Será
posible? ¿Acaso su cuerpo, que la luz atravesaba, podía destruirse por los
mismos medios que destruyen nuestros cuerpos? ¿Y si no hubiera muerto? Tal vez
sólo el tiempo puede dominar al Ser Invisible y Temido. ¿Para qué ese cuerpo
trasparente, ese cuerpo invisible, ese cuerpo de Espíritu, si también está
expuesto a los males, las heridas, las enfermedades y la destrucción prematura?
¿La destrucción prematura? ¡Todo el temor de la humanidad procede de ella!
Después del hombre, el Horla. Después de aquél que puede morir todos los días,
a cualquier hora, en cualquier minuto, en cualquier accidente, ha llegado aquél
que morirá solamente un día determinado en una hora y en un minuto determinado,
al llegar al límite de su vida.
No... no... no hay duda, no hay
duda... no ha muerto. . . entonces tendré que suicidarme. . .
El miserere, 1862, Gustavo Adolfo Bécquer
(España)
Hace algunos meses que visitando la célebre abadía de
Fitero y ocupándome en revolver algunos volúmenes en su abandonada biblioteca,
descubrí en uno de sus rincones dos o tres cuadernos de música bastante
antiguos, cubiertos de polvo y hasta comenzados a roer por los ratones.
Era un Miserere.
Yo no sé la música; pero le tengo tanta afición, que,
aun sin entenderla, suelo coger a veces la partitura de una ópera, y me paso
las horas muertas hojeando sus páginas, mirando los grupos de notas más o menos
apiñadas, las rayas, los semicírculos, los triángulos y las especies de
etcéteras, que llaman llaves, y todo esto sin comprender una jota ni sacar
maldito el provecho.
Consecuente con mi manía, repasé los cuadernos, y lo
primero que me llamó la atención fue que, aunque en la última página había esta
palabra latina, tan vulgar en todas las obras, finis, la verdad era que el
Miserere no estaba terminado, porque la música no alcanzaba sino hasta el
décimo versículo.
Esto fue sin duda lo que me llamó la atención
primeramente; pero luego que me fijé un poco en las hojas de música, me chocó
más aún el observar que en vez de esas palabras italianas que ponen en todas,
como maestoso, allegro, ritardando, piú vivo, a piacere, había unos renglones
escritos con letra muy menuda y en alemán, de los cuales algunos servían para
advertir cosas tan difíciles de hacer como esto: Crujen… crujen los huesos, y
de sus médulas han de parecer que salen los alaridos; o esta otra: La cuerda
aúlla sin discordar, el metal atruena sin ensordecer; por eso suena todo, y no
se confunde nada, y todo es la Humanidad que solloza y gime; o la más original
de todas, sin duda, recomendaba al pie del último versículo: Las notas son
huesos cubiertos de carne; lumbre inextinguible, los cielos y su armonía…
¡fuerza!… fuerza y dulzura.
-¿Sabéis qué es esto? -pregunté a un viejecito que me
acompañaba, al acabar de medio traducir estos renglones, que parecían frases
escritas por un loco.
El anciano me contó entonces la leyenda que voy a referiros.
Hace ya muchos años, en una noche lluviosa y oscura,
llegó a la puerta claustral de esta abadía un romero, y pidió un poco de lumbre
para secar sus ropas, un pedazo de pan con que satisfacer su hambre, y un
albergue cualquiera donde esperar la mañana y proseguir con la luz del sol su
camino.
Su modesta colación, su pobre lecho y su encendido
hogar, puso el hermano a quien se hizo esta demanda a disposición del
caminante, al cual, después que se hubo repuesto de su cansancio, interrogó
acerca del objeto de su romería y del punto a que se encaminaba.
-Yo soy músico -respondió el interpelado-, he nacido
muy lejos de aquí, y en mi patria gocé un día de gran renombre. En mi juventud
hice de mi arte un arma poderosa de seducción, y encendí con él pasiones que me
arrastraron a un crimen. En mi vejez quiero convertir al bien las facultades
que he empleado para el mal, redimiéndome por donde mismo pude condenarme.
Como las enigmáticas palabras del desconocido no
pareciesen del todo claras al hermano lego, en quien ya comenzaba la curiosidad
a despertarse, e instigado por ésta continuara en sus preguntas, su
interlocutor prosiguió de este modo:
-Lloraba yo en el fondo de mi alma la culpa que había
cometido; mas al intentar pedirle a Dios misericordia, no encontraba palabras
para expresar dignamente mi arrepentimiento, cuando un día se fijaron mis ojos
por casualidad sobre un libro santo. Abrí aquel libro y en una de sus páginas
encontré un gigante grito de contrición verdadera, un salmo de David, el que
comienza ¡Miserere mei, Deus! Desde el instante en que hube leído sus estrofas,
mi único pensamiento fue hallar una forma musical tan magnífica, tan sublime,
que bastase a contener el grandioso himno de dolor del Rey Profeta. Aún no la
he encontrado; pero si logro expresar lo que siento en mi corazón, lo que oigo
confusamente en mi cabeza, estoy seguro de hacer un Miserere tal y tan
maravilloso, que no hayan oído otro semejante los nacidos: tal y tan
desgarrador, que al escuchar el primer acorde los arcángeles dirán conmigo,
cubiertos los ojos de lágrimas y dirigiéndose al Señor: ¡misericordia!, y el
Señor la tendrá de su pobre criatura.
El romero, al llegar a este punto de su narración,
calló por un instante; y después, exhalando un suspiro, tornó a coger el hilo de
su discurso. El hermano lego, algunos dependientes de la abadía y dos o tres
pastores de la granja de los frailes, que formaban círculo alrededor del hogar,
le escuchaban en un profundo silencio.
-Después -continuó- de recorrer toda Alemania, toda
Italia y la mayor parte de este país clásico para la música religiosa, aún no
he oído un Miserere en que pueda inspirarme, ni uno, ni uno, y he oído tantos,
que puedo decir que los he oído todos.
-¿Todos? -dijo entonces interrumpiéndole uno de los
rabadanes-. ¿A qué no habéis oído aún el Miserere de la Montaña?
-¡El Miserere de la Montaña! -exclamó el músico con
aire de extrañeza-. ¿Qué Miserere es ése?
-¿No dije? -murmuró el campesino; y luego prosiguió
con una entonación misteriosa-. Ese Miserere, que sólo oyen por casualidad los
que como yo andan día y noche tras el ganado por entre breñas y peñascales, es
toda una historia; una historia muy antigua, pero tan verdadera como al parecer
increíble. Es el caso, que en lo más fragoso de esas cordilleras, de montañas
que limitan el horizonte del valle, en el fondo del cual se halla la abadía,
hubo hace ya muchos años, ¡que digo muchos años!, muchos siglos, un monasterio
famoso; monasterio que, a lo que parece, edificó a sus expensas un señor con
los bienes que había de legar a su hijo, al cual desheredó al morir, en pena de
sus maldades. Hasta aquí todo fue bueno; pero es el caso que este hijo, que,
por lo que se verá más adelante, debió de ser de la piel del diablo, si no era
el mismo diablo en persona, sabedor de que sus bienes estaban en poder de los
religiosos, y de que su castillo se había transformado en iglesia, reunió a
unos cuantos bandoleros, camaradas suyos en la vida de perdición que
emprendiera al abandonar la casa de sus padres, y una noche de Jueves Santo, en
que los monjes se hallaban en el coro, y en el punto y hora en que iban a
comenzar o habían comenzado el Miserere, pusieron fuego al monasterio,
saquearon la iglesia, y a éste quiero, a aquél no, se dice que no dejaron
fraile con vida. Después de esta atrocidad, se marcharon los bandidos y su
instigador con ellos, adonde no se sabe, a los profundos tal vez. Las llamas
redujeron el monasterio a escombros; de la iglesia aún quedan en pie las ruinas
sobre el cóncavo peñón, de donde nace la cascada, que, después de estrellarse
de peña en peña, forma el riachuelo que viene a bañar los muros de esta abadía.
-Pero -interrumpió impaciente el músico- ¿y el
Miserere?
-Aguardaos -continuó con gran sorna el rabadán-, que
todo irá por partes. Dicho lo cual, siguió así su historia:
-Las gentes de los contornos se escandalizaron del
crimen: de padres a hijos y de hijos a nietos se refirió con horror en las
largas noches de velada; pero lo que mantiene más viva su memoria es que todos
los años, tal noche como la en que se consumó, se ven brillar luces a través de
las rotas ventanas de la iglesia; se oye como una especie de música extraña y
unos cantos lúgubres y aterradores que se perciben a intervalos en las ráfagas
del aire. Son los monjes, los cuales, muertos tal vez sin hallarse preparados
para presentarse en el tribunal de Dios limpios de toda culpa, vienen aún del
purgatorio a impetrar su misericordia cantando el Miserere.
Los circunstantes se miraron unos a otros con muestras
de incredulidad; sólo el romero, que parecía vivamente preocupado con la
narración de la historia, preguntó con ansiedad al que la había referido:
-¿Y decís que ese portento se repite aún?
-Dentro de tres horas comenzará sin falta alguna,
porque precisamente esta noche es la de Jueves Santo, y acaban de dar las ocho
en el reloj de la abadía.
-¿A qué distancia se encuentra el monasterio?
-A una legua y media escasa…; pero ¿qué hacéis?
¿Adónde vais con una noche como ésta? ¡Estáis dejado de la mano de Dios!
-exclamaron todos al ver que el romero, levantándose de su escaño y tomando el
bordón, abandonaba el hogar para dirigirse a la puerta.
-¿A dónde voy? A oír esa maravillosa música, a oír el
grande, el verdadero Miserere, el Miserere de los que vuelven al mundo después
de muertos, y saben lo que es morir en el pecado.
Y esto diciendo, desapareció de la vista del espantado
lego y de los no menos atónitos pastores.
El viento zumbaba y hacía crujir las puertas, como si
una mano poderosa pugnase por arrancarlas de sus quicios; la lluvia caía en
turbiones, azotando los vidrios de las ventanas, y de cuando en cuando la luz
de un relámpago iluminaba por un instante todo el horizonte que desde ellas se
descubría.
Pasado el primer momento de estupor, exclamó el lego:
-¡Está loco!
-¡Está loco! -repitieron los pastores; y atizaron de
nuevo la lumbre y se agruparon alrededor del hogar.
II
Después de una o dos horas de camino, el misterioso
personaje que calificaron de loco en la abadía, remontando la corriente del
riachuelo que le indicó el rabadán de la historia, llegó al punto en que se
levantaban negras e imponentes las ruinas del monasterio.
La lluvia había cesado; las nubes flotaban en oscuras
bandas, por entre cuyos jirones se deslizaba a veces un furtivo rayo de luz
pálida y dudosa; y el aire, al azotar los fuertes machones y extenderse por los
desiertos claustros, diríase que exhalaba gemidos. Sin embargo, nada
sobrenatural, nada extraño venía a herir la imaginación. Al que había dormido
más de una noche sin otro amparo que las ruinas de una torre abandonada o un
castillo solitario; al que había arrostrado en su larga peregrinación cien y
cien tormentas, todos aquellos ruidos le eran familiares.
Las gotas de agua que se filtraban por entre las
grietas de los rotos arcos y caían sobre las losas con un rumor acompasado,
como el de la péndola de un reloj; los gritos del búho, que graznaba refugiado
bajo el nimbo de piedra de una imagen, de pie aún en el hueco de un muro; el
ruido de los reptiles, que despiertos de su letargo por la tempestad sacaban sus
disformes cabezas de los agujeros donde duermen, o se arrastraban por entre los
jaramagos y los zarzales que crecían al pie del altar, entre las junturas de
las lápidas sepulcrales que formaban el pavimento de la iglesia, todos esos
extraños y misteriosos murmullos del campo, de la soledad y de la noche,
llegaban perceptibles al oído del romero que, sentado sobre la mutilada estatua
de una tumba, aguardaba ansioso la hora en que debiera realizarse el prodigio.
Transcurrió tiempo y tiempo, y nada se percibió;
aquellos mil confusos rumores seguían sonando y combinándose de mil maneras
distintas, pero siempre los mismos.
-¡Si me habrá engañado! -pensó el músico; pero en
aquel instante se oyó un ruido nuevo, un ruido inexplicable en aquel lugar,
como el que produce un reloj algunos segundos antes de sonar la hora: ruido de
ruedas que giran, de cuerdas que se dilatan, de maquinaria que se agita
sordamente y se dispone a usar de su misteriosa vitalidad mecánica, y sonó una
campanada…, dos…, tres…, hasta once.
En el derruido templo no había campana, ni reloj, ni
torre ya siquiera.
Aún no había expirado, debilitándose de eco en eco, la
última campanada; todavía se escuchaba su vibración temblando en el aire,
cuando los doseles de granito que cobijaban las esculturas, las gradas de
mármol de los altares, los sillares de las ojivas, los calados antepechos del
coro, los festones de tréboles de las cornisas, los negros machones de los
muros, el pavimento, las bóvedas, la iglesia entera, comenzó a iluminarse
espontáneamente, sin que se viese una antorcha, un cirio o una lámpara que
derramase aquella insólita claridad.
Parecía como un esqueleto, de cuyos huesos amarillos
se desprende ese gas fosfórico que brilla y humea en la oscuridad como una luz
azulada, inquieta y medrosa.
Todo pareció animarse, pero con ese movimiento
galvánico que imprime a la muerte contracciones que parodian la vida,
movimiento instantáneo, más horrible aún que la inercia del cadáver que agita
con su desconocida fuerza. Las piedras se reunieron a piedras; el ara, cuyos
rotos fragmentos se veían antes esparcidos sin orden, se levantó intacta como
si acabase de dar en ella su último golpe de cincel el artífice, y al par del
ara se levantaron las derribadas capillas, los rotos capiteles y las
destrozadas e inmensas series de arcos que, cruzándose y enlazándose
caprichosamente entre sí, formaron con sus columnas un laberinto de pórfido.
Un vez reedificado el templo, comenzó a oírse un
acorde lejano que pudiera confundirse con el zumbido del aire, pero que era un
conjunto de voces lejanas y graves, que parecía salir del seno de la tierra e
irse elevando poco a poco, haciéndose cada vez más perceptible.
El osado peregrino comenzaba a tener miedo; pero con
su miedo luchaba aún su fanatismo por todo lo desusado y maravilloso, y
alentado por él dejó la tumba sobre que reposaba, se inclinó al borde del
abismo por entre cuyas rocas saltaba el torrente, despeñándose con un trueno
incesante y espantoso, y sus cabellos se erizaron de horror.
Mal envueltos en los jirones de sus hábitos, caladas
las capuchas, bajo los pliegues de las cuales contrastaban con sus descarnadas
mandíbulas y los blancos dientes las oscuras cavidades de los ojos de sus
calaveras, vio los esqueletos de los monjes, que fueron arrojados desde el pretil
de la iglesia a aquel precipicio, salir del fondo de las aguas, y agarrándose
con los largos dedos de sus manos de hueso a las grietas de las peñas, trepar
por ellas hasta tocar el borde, diciendo con voz baja y sepulcral, pero con una
desgarradora expresión de dolor, el primer versículo del salmo de David:
¡Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam tuam!
Cuando los monjes llegaron al peristilo del templo, se
ordenaron en dos hileras, y penetrando en él, fueron a arrodillarse en el coro,
donde con voz más levantada y solemne prosiguieron entonando los versículos del
salmo. La música sonaba al compás de sus voces: aquella música era el rumor
distante del trueno, que desvanecida la tempestad, se alejaba murmurando; era
el zumbido del aire que gemía en la concavidad del monte; era el monótono ruido
de la cascada que caía sobre las rocas, y la gota de agua que se filtraba, y el
grito del búho escondido, y el roce de los reptiles inquietos. Todo esto era la
música, y algo más que no puede explicarse ni apenas concebirse, algo más que
parecía como el eco de un órgano que acompañaba los versículos del gigante
himno de contrición del Rey Salmista, con notas y acordes tan gigantes como sus
palabras terribles.
Siguió la ceremonia; el músico que la presenciaba,
absorto y aterrado, creía estar fuera del mundo real, vivir en esa región
fantástica del sueño en que todas las cosas se revisten de formas extrañas y
fenomenales.
Un sacudimiento terrible vino a sacarle de aquel
estupor que embargaba todas las facultades de su espíritu. Sus nervios saltaron
al impulso de una emoción fortísima, sus dientes chocaron, agitándose con un
temblor imposible de reprimir, y el frío penetró hasta la médula de los huesos.
Los monjes pronunciaban en aquel instante estas espantosas
palabras del Miserere:
In iniquitatibus conceptus
sum: et in peccatis concepit me mater mea.
Al resonar este versículo y dilatarse sus ecos
retumbando de bóveda en bóveda, se levantó un alarido tremendo, que parecía un
grito de dolor arrancado a la Humanidad entera por la conciencia de sus
maldades, un grito horroroso, formado de todos los lamentos del infortunio, de
todos los aullidos de la desesperación, de todas las blasfemias de la impiedad;
concierto monstruoso, digno intérprete de los que viven en el pecado y fueron
concebidos en la iniquidad.
Prosiguió el canto, ora tristísimo y profundo, ora
semejante a un rayo de sol que rompe la nube oscura de una tempestad, haciendo
suceder a un relámpago de terror otro relámpago de júbilo, hasta que merced a
una transformación súbita, la iglesia resplandeció bañada en luz celeste; las
osamentas de los monjes se vistieron de sus carnes; una aureola luminosa brilló
en derredor de sus frentes; se rompió la cúpula, y a través de ella se vio el
cielo como un océano de lumbre abierto a la mirada de los justos.
Los serafines, los arcángeles, los ángeles y las
jerarquías acompañaban con un himno de gloria este versículo, que subía
entonces al trono del Señor como una tromba armónica, como una gigantesca
espiral de sonoro incienso:
Auditui meo dabis gaudium et lœtitiam: et exultabunt
ossa humiliata.
En este punto la claridad deslumbradora cegó los ojos
del romero, sus sienes latieron con violencia, zumbaron sus oídos y cayó sin
conocimiento por tierra, y nada más oyó.
III
Al día siguiente, los pacíficos monjes de la abadía de
Fitero, a quienes el hermano lego había dado cuenta de la extraña visita de la
noche anterior, vieron entrar por sus puertas, pálido y como fuera de sí, al
desconocido romero.
-¿Oísteis al cabo el Miserere? -le preguntó con cierta
mezcla de ironía el lego, lanzando a hurtadillas una mirada de inteligencia a
sus superiores.
-Sí -respondió el músico.
-¿Y qué tal os ha parecido?
-Lo voy a escribir. Dadme un asilo en vuestra casa
-prosiguió dirigiéndose al abad-; un asilo y pan por algunos meses, y voy a
dejaros una obra inmortal del arte, un Miserere que borre mis culpas a los ojos
de Dios, eternice mi memoria y eternice con ella la de esta abadía.
Los monjes, por curiosidad, aconsejaron al abad que
accediese a su demanda; el abad, por compasión, aun creyéndole un loco, accedió
al fin a ella, y el músico, instalado ya en el monasterio, comenzó su obra.
Noche y día trabajaba con un afán incesante. En mitad
de su tarea se paraba, y parecía como escuchar algo que sonaba en su
imaginación, y se dilataban sus pupilas, saltaba en el asiento, y exclamaba:
-¡Eso es; así, así, no hay duda…, así! Y proseguía
escribiendo notas con una rapidez febril, que dio en más de una ocasión que
admirar a los que le observaban sin ser vistos.
Escribió los primeros versículos y los siguientes, y
hasta la mitad del Salmo, pero al llegar al último que había oído en la
montaña, le fue imposible proseguir.
Escribió uno, dos, cien, doscientos borradores; todo
inútil. Su música no se parecía a aquella música ya anotada, y el sueño huyó de
sus párpados, y perdió el apetito, y la fiebre se apoderó de su cabeza, y se
volvió loco, y se murió, en fin, sin poder terminar el Miserere, que, como una
cosa extraña, guardaron los frailes a su muerte y aún se conserva hoy en el
archivo de la abadía.
Cuando el viejecito concluyó de contarme esta
historia, no pude menos de volver otra vez los ojos al empolvado y antiguo
manuscrito del Miserere, que aún estaba abierto sobre una de las mesas.
In peccatis concepit me mater
mea
Éstas eran las palabras de la página que tenía ante mi
vista, y que parecía mofarse de mí con sus notas, sus llaves y sus garabatos
ininteligibles para los legos en la música.
Por haberlas podido leer hubiera dado un mundo.
¿Quién sabe si no serán una locura?
FIN
La casa del juez, 1891, Bram Stoker (Irlanda).
Próxima
la época de exámenes, Malcolm Malcolmson decidió ir a algún lugar solitario
donde poder estudiar sin ser interrumpido. Temía las playas por su atractivo, y
también desconfiaba del aislamiento rural, pues conocía desde hacía mucho
tiempo sus encantos. Lo que buscaba era un pequeño pueblo sin pretensiones
donde nada le distrajera del estudio. Refrenó sus deseos de pedir consejo a
algún amigo, pues pensó que cada uno le recomendaría un sitio ya conocido
donde, indudablemente, tendría amigos. Malcolmson deseaba evitar las amistades,
y todavía tenía menos deseos de establecer contacto con los amigos de los
amigos. Así que decidió buscar por sí mismo el lugar. Hizo su equipaje, tan
sólo una maleta con un poco de ropa y todos los libros que necesitaba, y compró
un billete para el primer nombre desconocido que vio en los itinerarios de los
trenes de cercanías.
Cuando
al cabo de tres horas de viaje se bajó en Benchurch, se sintió satisfecho de lo
bien que había conseguido borrar sus pistas para poder disponer del tiempo y la
tranquilidad necesarios para proseguir sus estudios. Acudió de inmediato a la
única fonda del pequeño y soñoliento lugar, y tomó una habitación para la
noche. Benchurch era un pueblo donde se celebraban regularmente mercados, y una
semana de cada mes era invadido por una enorme muchedumbre; pero durante los
restantes veintiún días no tenía más atractivos que los que pueda tener un
desierto.
Al
día siguiente de su llegada, Malcolmson buscó una residencia aún más aislada y
apacible que una fonda tan tranquila como «El Buen Viajero». Sólo encontró un
lugar que satisfacía realmente sus más exageradas ideas acerca de la
tranquilidad. Realmente, tranquilidad no era la palabra más apropiada para
aquel sitio; desolación era el único término que podía transmitir una cierta
idea de su aislamiento. Era una casa vieja, anticuada, de construcción pesada y
estilo jacobino, con macizos gabletes y ventanas, más pequeñas de lo
acostumbrado y situadas más alto de lo habitual en esas casas; estaba rodeada
por un alto muro de ladrillos sólidamente construido. En realidad, daba más la
impresión de un edificio fortificado que de una simple vivienda. Pero todo esto
era lo que le gustaba a Malcolmson. «He aquí —pensó— el lugar que estaba
buscando, y sólo si lo consigo me sentiré feliz.» Su alegría aumentó cuando se
dio cuenta que estaba sin alquilar en aquel momento.
En
la oficina de correos averiguó el nombre del agente, que se sorprendió mucho al
saber que alguien deseaba ocupar parte de la vieja casona. El señor Carnford,
abogado local y agente inmobiliario, era un amable caballero de edad avanzada
que confesó con franqueza el placer que le producía el que alguien desease alquilar
la casa.
—A
decir verdad —señaló—, me alegraría mucho, por los dueños, naturalmente, que
alguien ocupase la casa durante años, aunque fuera de forma gratuita, si con
ello el pueblo pudiera acostumbrarse a verla habitada. Ha estado vacía durante
tanto tiempo que se ha levantado una especie de prejuicio absurdo a su
alrededor, y la mejor manera de acabar con él es ocuparla..., aunque sólo sea
—añadió, alzando una astuta mirada hacia Malcolmson— por un estudiante como
usted, que desea quietud durante algún tiempo.
Malcolmson
juzgó inútil pedir detalles al hombre acerca del «absurdo prejuicio»; sabía que
sobre aquel tema podría conseguir más información en cualquier otro lugar. Pagó
pues por adelantado el alquiler de tres meses, se guardó el recibo y el nombre
de una señora que posiblemente se comprometería a ocuparse de él, y se marchó
con las llaves en el bolsillo. De ahí fue directamente a hablar con la dueña de
la fonda, una mujer alegre y bondadosa a la que pidió consejo acerca de qué
clase y cantidad de víveres y provisiones necesitaría. Ella alzó las manos con
estupefacción cuando él le dijo dónde pensaba alojarse.
—¡En la Casa del
Juez no! —exclamó, palideciendo.
Él respondió que
ignoraba el nombre de la casa, pero le explicó dónde estaba situada. Cuando
hubo terminado, la mujer contestó:
—¡Sí, no cabe
duda..., no cabe duda que es el mismo sitio! Es la Casa del Juez.
Entonces
él le pidió que le hablase de la casa, por qué se llamaba así y qué tenía ella
en contra. La mujer le contó que en el pueblo la llamaban así porque hacía
muchos años (no podía decir exactamente cuántos, puesto que ella era de otra
parte de la región, pero debían ser al menos unos cien o quizá más) había sido
el domicilio de cierto juez que en su tiempo inspiró gran espanto a causa del
rigor de sus sentencias y de la hostilidad con la que siempre se enfrentó a los
acusados en su tribunal. Acerca de lo que había en contra de la casa no podía
decir nada. Ella misma lo había preguntado a menudo, pero nadie la supo
informar. De todos modos, el sentimiento general era que allí había algo, y
ella por su parte no aceptaría ni todo el dinero del Banco de Drinkswater si a
cambio se le pedía que permaneciera una sola hora a solas en la casa. Luego se
excusó ante Malcolmson ante la posibilidad que sus palabras pudieran
preocuparle.
—Es que esas
cosas, señor, no me gustan nada, y además el que usted, un caballero tan joven,
se vaya, y perdone que se lo diga, a vivir allí tan solo... Si fuera hijo mío,
y perdone que se lo diga, no pasaría usted allí ni una [sola] noche, aunque
tuviera que ir yo misma en persona y hacer sonar la gran campana de alarma que
hay en el tejado.
La
pobre mujer hablaba de buena fe, y con tan buenas intenciones, que Malcolmson,
además de regocijado, se sintió conmovido. Le expresó cuánto apreciaba el
interés que se tomaba por él y luego, amablemente, añadió:
—Pero mi querida
señora Witham, le aseguro que no es necesario que se preocupe por mí. Un hombre
que, como yo, estudia matemáticas superiores, tiene demasiadas cosas en la
cabeza para que pueda molestarle ninguno de esos misteriosos «algos»; por otra
parte, mi trabajo es demasiado exacto y prosaico como para permitir que algún
rincón de mi mente preste atención a misterios de cualquier tipo. ¡La
progresión armónica, las permutaciones, las combinaciones y las funciones
elípticas son ya misterios suficientes para mí!
La
señora Witham se encargó amablemente de suministrarle provisiones, y él fue en
busca de la vieja que le habían recomendado para «ocuparse de él». Cuando, al
cabo de unas dos horas, regresó con ella a la Casa del Juez, se encontró con la
señora Witham, que le esperaba en persona, junto con varios hombres y
chiquillos portadores de diversos paquetes, e incluso de una cama que habían
transportado en una carreta, puesto que, como dijo ella, aunque era posible que
las sillas y las mesas estuvieran todas muy bien conservadas y fueran
utilizables, no era bueno ni propio de huesos jóvenes descansar en una cama que
no había sido oreada desde hacía por lo menos cincuenta años.
La
buena mujer sentía a todas luces curiosidad por ver el interior de la casa, y
recorrió todo el lugar, pese a manifestarse tan temerosa de los «algos» que al
menor ruido se aferraba a Malcolmson, del cual no se separó ni un solo
instante.
Tras
examinar la casa, Malcolmson decidió ocupar el gran comedor, que era lo
suficientemente espacioso como para satisfacer todas sus necesidades; y la
señora Witham, con ayuda de la señora Dempster, la asistenta, procedió a
ordenar las cosas. Una vez desempaquetados los bultos, Malcolmson vio que, con
mucha y bondadosa previsión, la mujer le había enviado de su propia cocina
provisiones suficientes para varios días. Antes de marcharse, la mujer expresó
toda clase de buenos deseos y, ya en la misma puerta, se volvió para decir:
—Quizá, señor,
puesto que la habitación es grande y con muchas corrientes de aire, puede que
no le venga mal instalar uno de esos biombos grandes alrededor de la cama por
la noche... Pero, laverdad sea dicha, yo me moriría de miedo si tuviera que
quedarme aquí encerrada con toda esa clase de..., ¡de «cosas» que asomarán sus
cabezas por los lados o por encima del biombo y se pondrán a mirarme!
La
imagen que acababa de evocar fue excesiva para sus nervios y huyó
precipitadamente.
La
señora Dempster, con aires de superioridad, lanzó un despectivo resoplido
cuando se hubo ido la otra mujer y afirmó categóricamente que ella por su parte
no se sentía en absoluto inclinada a atemorizarse ni ante todos los duendes del
mundo.
—Le diré a usted
lo que pasa, señor —dijo—. Los duendes son toda clase de cosas..., ¡menos
duendes! Ratas, ratones y escarabajos; y puertas que crujen, y tejas caídas, y
tiradores de cajones que aguantan firmes cuando usted tira de ellos y luego se
caen solos en medio de la noche. ¡Observe el zócalo de la habitación! ¡Es
viejo..., tiene cientos de años! ¿Cree usted que no va a haber ratas y
escarabajos ahí detrás? ¡Claro que sí! ¿E imagina usted que no va a verlos?
¡Claro que no! Las ratas son los duendes, se lo digo yo, y los duendes son las
ratas..., ¡y no crea otra cosa!
—Señora Dempster
—dijo gravemente Malcolmson con una pequeña inclinación de cabeza—, ¡sabe usted
más que un catedrático de matemáticas! Permítame decirle que, en señal de mi
estima hacia su indudable salud mental, cuando me vaya le daré la posesión de
esta casa y le permitiré que resida aquí usted sola durante los dos últimos
meses de mi alquiler, puesto que las cuatro primeras semanas bastarán para mis
propósitos.
—¡Muchas gracias
por su amabilidad, señor! —respondió ella—. Pero no puedo dormir ni una noche
fuera de mi dormitorio: vivo en la Casa de Caridad Greenhow, y si pasara una
sola noche fuera de mis habitaciones perdería todos los derechos de seguir
viviendo allí. La reglas son muy estrictas, y hay demasiada gente esperando una
vacante para que yo me decida a correr el menor riesgo. Si no fuera por esto,
señor, vendría con mucho gusto a dormir aquí para atenderle durante su
estancia.
—Mi buena señora
—dijo apresuradamente Malcolmson—, he venido aquí con el propósito de estar
solo, y créame que le estoy profundamente agradecido al difunto señor Greenhow
por haber organizado su casa de caridad, o lo que sea, de forma tan admirable
que me vea privado por la fuerza de la oportunidad de tan terrible tentación.
¡San Antonio en persona no habría podido ser más rígido al respecto!
La vieja se rió
secamente.
—¡Ah! —dijo—,
ustedes los señoritos jóvenes no se asustan de nada. Puede estar seguro que
encontrará aquí toda la soledad que desea.
Y
se puso a trabajar en la limpieza y, al anochecer, cuando Malcolmson regresó de
dar su paseo (siempre llevaba uno de sus libros para estudiar mientras
paseaba), se encontró con la habitación barrida y aseada, un fuego ardiendo en
la chimenea y la mesa servida para la cena con las excelentes provisiones de la
señora Witham.
—¡Esto sí es
comodidad! —dijo mientras se frotaba las manos.
Tras
terminar de cenar y poner la bandeja con los restos de la cena al otro extremo
de la gran mesa de roble, volvió a sus libros: echó más leña al fuego, despabiló
la lámpara y se sumergió en su duro trabajo. No hizo ninguna pausa hasta más o
menos las once, cuando suspendió su tarea durante unos momentos para avivar el
fuego y despabilar de nuevo la lámpara y hacerse una taza de té.
Siempre
había sido muy aficionado al té; durante toda su vida universitaria solía
quedarse estudiando hasta muy tarde, y siempre tomaba té y más té hasta que
dejaba de estudiar. El descanso era un lujo para él, y lo disfrutaba con una
sensación de delicioso y voluptuoso desahogo. El fuego reavivado saltó y
chisporroteó y proyectó extrañas sombras en la vasta y antigua habitación y,
mientras tomaba a sorbos el té caliente, gozó con la sensación de aislamiento
de sus semejantes. Fue entonces cuando notó por primera vez el ruido que hacían
las ratas.
«Seguro
que no han hecho tanto ruido durante todo el tiempo que he estado estudiando
—pensó—. ¡De lo contrario me hubiera dado cuenta!» Luego, mientras el ruido iba
en aumento, se tranquilizó diciéndose que aquellos rumores eran realmente nuevos.
Resultaba evidente que al principio las ratas se habían asustado por la
presencia de un extraño y por la luz del fuego y de la lámpara, pero a medida
que transcurría el tiempo se habían ido volviendo más atrevidas, y ya se
hallaban entretenidas de nuevo en sus ocupaciones habituales.
¡Y
eran realmente activas! ¡Subían y bajaban por detrás del zócalo que revestía la
pared, por encima del cielo raso, por debajo del suelo, se movían, corrían,
bullían, roían y arañaban!
Malcolmson
sonrió al recordar las palabras de la señora Dempster: «los duendes son las
ratas y las ratas son los duendes». El té empezaba a hacer su efecto
estimulante sobre nervios e intelecto, y el estudiante vio con alegría que
tenía ante sí una nueva inmersión en el largo hechizo del estudio antes que
terminase la noche, cosa que le proporcionó tal sensación de comodidad que se
permitió el lujo de echar un ojeada por la habitación. Tomó la lámpara en una
mano y recorrió la estancia, preguntándose por qué una casa tan original y
hermosa como aquélla había permanecido abandonada durante tanto tiempo. Los
paneles de roble que recubrían las paredes estaban finamente labrados, y el
trabajo en madera de puertas y ventanas era hermoso y de raro mérito. Había
algunos cuadro viejos en las paredes, pero estaban tan densamente cubiertos de
polvo y suciedad que no pudo distinguir ningún detalle a pesar que levantó la
lámpara todo lo posible para iluminarlos. Aquí y allá, en su recorrido, topó
con alguna grieta o agujero bloqueados por un momento por la cabeza de una
rata, cuyos brillantes ojos relucían a la luz, pero al instante la cabeza
desaparecía, con un chillido y un rumor de huida. Sin embargo, lo que más
intrigó a Malcolmson fue la cuerda de la gran campana de alarma del tejado, que
colgaba en un rincón de la estancia, a la derecha de la chimenea. Arrastró
hasta cerca del fuego una gran silla de roble tallado y respaldo alto y se
sentó para tomar su última taza de té. Cuando hubo terminado, avivó el fuego y
volvió a su trabajo, sentado en la esquina de la mesa, con el fuego a su
izquierda. Durante un buen rato las ratas perturbaron su estudio con su
continuo rebullir, pero acabó por acostumbrarse al ruido, del mismo modo que
uno se acostumbra al tic-tac de un reloj o al rumor de un torrente; y así se
sumergió de tal forma en el trabajo que nada en el mundo, excepto el problema
que estaba intentando resolver, hubiera sido capaz de hacer mella en él.
Pero
de pronto, sin haber conseguido resolverlo aún, levantó la cabeza: en el aire
notó esa sensación tan peculiar que precede al amanecer y que tan temible
resulta para los que llevan vidas dudosas. El ruido de las ratas había cesado.
Desde luego, tenía la impresión que había cesado hacía tan sólo unos instantes,
y que precisamente había sido este repentino silencio lo que le había obligado
a levantar la cabeza. El fuego se había ido apagando, pero todavía arrojaba un
profundo y rojo resplandor. Al mirar en esa dirección, y a pesar de toda su
sang froid, sufrió un sobresalto.
Allí,
sobre la silla de roble tallado y alto respaldo, a la derecha de la chimenea,
había una enorme rata que le miraba fijamente con sus tristes ojillos. Hizo un
gesto para ahuyentarla, pero la rata no se movió. Ante lo cual hizo ademán de
arrojarle algo. Tampoco se movió, sino que le mostró encolerizada sus grandes
dientes blancos; a la luz de la lámpara, sus crueles ojillos brillaban con una
luz de venganza.
Malcolmson
se asombró, y, tomando el atizador de la chimenea, corrió hacia la rata para
matarla. Pero antes que pudiera golpearla, ésta, con un chillido que parecía
concentrar todo su odio, saltó al suelo y, trepando por la cuerda de la campana
de alarma, desapareció en la oscuridad donde no llegaba el resplandor de la
lámpara, tamizado por una pantalla verde. Al instante, y eso fue lo más
extraño, el ruidoso bullicio de las ratas tras los paneles de roble se reanudó.
Esta
vez Malcolmson no consiguió sumergirse de nuevo en el problema; pero, cuando el
gallo cantó afuera anunciando la llegada del alba, se fue a la cama a descansar.
Durmió
tan profundamente que ni siquiera se despertó cuando llegó la señora Dempster
para arreglar la habitación. Sólo lo hizo cuando la mujer, una vez barrida la
estancia y preparado el desayuno, golpeó discretamente en el biombo que
ocultaba la cama. Aún se sentía un poco cansado de su duro trabajo nocturno,
pero una cargada taza de té lo despejó pronto y, tomando un libro, salió a dar
su paseo matutino, llevándose consigo unos bocadillos por si no le apetecía
volver hasta la hora de la cena. Encontró un sendero apacible entre los olmos,
y allí pasó la mayor parte del día estudiando su Laplace. A su regreso pasó a
saludar a la señora Witham y a darle las gracias por su amabilidad. Cuando ella
le vio llegar a través de una ventana de su sanctasanctórum, emplomada con
rombos de vidrios de colores, salió a la calle a recibirle y le pidió que
pasase. Una vez dentro, le miró inquisitivamente y negó con la cabeza al tiempo
que decía:
—No debe trabajar
tanto, señor. Esta mañana está usted más pálido que otras veces. Estar
despierto hasta tan tarde y con un trabajo tan duro para el cerebro no es bueno
para nadie. Pero dígame, señor, ¿cómo ha pasado la noche? Espero que bien. ¡No
sabe cuánto me alegré cuando la señora Dempster me dijo esta mañana que le
había encontrado tan profundamente dormido cuando llegó!
—Oh, sí, todo ha
sido estupendo —repuso él con una sonrisa—; todavía no me han molestado los
«algos». Sólo las ratas. Tienen montado un auténtico circo por todo el lugar.
Había una, de aspecto diabólico, que hasta se atrevió a subirse a mi propia
silla, junto al fuego, y no se habría marchado de no haberla yo amenazado con
el atizador; entonces trepó por la cuerda de la campana de alarma y desapareció
allá arriba, por encima de las paredes o el techo; no pude verlo bien debido a
la oscuridad.
—¡Dios nos asista!
—exclamó la señora Witham—. ¡Un viejo diablo, y sobre una silla junto al fuego!
¡Tenga cuidado, señor! ¡Tenga mucho cuidado! A veces hay cosas muy verdaderas
que se dicen en broma.
—¿Qué quiere usted
decir? Palabra que no la comprendo.
—¡Un viejo diablo!
El viejo diablo, quizá. ¡Oh, señor, no se ría usted! —pues Malcolmson había
estallado en una franca carcajada—. Ustedes, la gente joven, creen que es muy
fácil reírse de cosas que hacen estremecer a los viejos. ¡Pero no importa,
señor! ¡No haga caso! Quiera Dios que pueda usted continuar riendo todo el
tiempo. ¡Eso es lo que le deseo!
Y la buena señora
rebosó de nuevo alegre simpatía, olvidados por un momento todos sus temores.
—¡Oh, perdóneme!
—dijo entonces Malcolmson—. No me juzgue descortés, es que la cosa me ha hecho
gracia..., eso que el viejo diablo en persona estaba anoche sentado en mi
silla...
Y al recordarlo se
rió de nuevo. Luego se fue a su casa a cenar.
Aquella
noche el rumor de las ratas empezó más temprano; con toda seguridad se había
iniciado ya antes de su regreso, y sólo dejó de oírse unos momentos mientras
les duró el susto causado por su imprevista llegada. Después de cenar se sentó
un momento junto al fuego a fumar y, tras limpiar la mesa, empezó de nuevo su
trabajo como otras veces. Pero esa noche las ratas le distraían más que la
anterior. ¡Cómo correteaban de arriba abajo, por detrás y por encima! ¡Cómo
chillaban, roían y arañaban! ¡Y cómo, más atrevidas a cada instante, se
asomaban a las bocas de sus agujeros y por todas las grietas y resquebrajaduras
del zócalo, con sus ojillos brillantes como lámparas diminutas cuando se
reflejaba en ellos el fulgor del fuego! Pero para el estudiante, habituado sin
duda a ellos, esos ojos no tenían nada de siniestro; por el contrario, sólo
veía en ellos un aire travieso y juguetón.
A
menudo, las más atrevidas hacían incursiones por el suelo o a lo largo de las
molduras de la pared.
Una
y otra vez, cuando empezaban a molestarle demasiado, Malcolmson hacía un ruido
para asustarlas, golpeaba la mesa con la mano o emitía un fiero «Ssssh, ssssh»
para que huyesen inmediatamente a sus escondrijos.
Así
transcurrió la primera mitad de la noche; luego, a pesar del ruido, Malcolmson
fue sumergiéndose cada vez más en el estudio.
De
repente, alzó la vista, como la noche anterior, dominado por una súbita
sensación de silencio. No se oía ni el más leve ruido de roer, chillar o
arañar. Era un silencio de tumba. Entonces recordó el extraño suceso de la
noche anterior, e instintivamente miró a la silla que había junto a la
chimenea. Una extraña sensación recorrió entonces todo su cuerpo.
Allá,
al lado de la chimenea, en la gran silla de roble tallado de respaldo alto,
estaba la misma enorme rata mirándole fijamente con unos ojillos fúnebres y
malignos. Instintivamente tomó el objeto que tenía más al alcance de su mano,
unas tablas de logaritmos, y se lo arrojó. El libro fue mal dirigido y la rata
ni se movió; así que tuvo que repetir la escena del atizador de la noche anterior;
y de nuevo la rata, al verse estrechamente cercada, huyó trepando por la cuerda
de la campana de alarma. También fue muy extraño que la fuga de esta rata fuese
seguida inmediatamente por la reanudación del ruido de la comunidad. En esta
ocasión, como en la precedente, Malcolmson no pudo ver por qué parte de la
estancia desapareció el animal, pues la pantalla de su lámpara dejaba en
sombras la parte superior de la habitación y el fuego brillaba mortecino.
Miró
su reloj y observó que era casi medianoche y, no descontento del
divertissement, avivó el fuego y se preparó una taza de té. Había trabajado
perfectamente sumergido en el hechizo del estudio y se creyó merecedor de un
cigarrillo; así pues, se sentó en la gran silla de roble tallado junto a la chimenea
y fumó con delectación. Mientras lo hacía, empezó a pensar que le gustaría
saber por dónde lograba meterse el animal, ya que empezaba a acariciar la idea
de poner en práctica al día siguiente algo relacionado con una ratonera. En
previsión de ello, encendió otra lámpara y la colocó de forma que iluminase
bien el rincón derecho que formaban la chimenea y la pared. Luego apiló todos
los libros que tenía, colocándolos al alcance de la mano para arrojárselos al
animal si llegaba el caso. Finalmente, levantó la cuerda de la campana de
alarma y colocó su extremo inferior encima de la mesa, pisándolo con la
lámpara. Cuando tomó la cuerda en sus manos no pudo por menos que notar lo
flexible que era, sobre todo teniendo en cuenta su grosor y el tiempo que llevaba
sin usar.
«Se podría colgar
a un hombre de ella», pensó para sí. Terminados sus preparativos, miró a su
alrededor y exclamó, satisfecho:
—¡Ahora, amiga
mía, creo que vamos a vernos las caras de una vez!
Reanudó
su estudio, y aunque al principio le distrajo el ruido que hacían las ratas,
pronto se abandonó por completo a sus proposiciones y problemas.
De
nuevo fue reclamado de pronto por su alrededor. Esta vez no fue sólo el
repentino silencio lo que llamó su atención; había, además, un ligero
movimiento de la cuerda, y la lámpara se tambaleaba. Sin moverse, comprobó que
la pila de libros estuviese al alcance de su mano y luego deslizó su mirada a
lo largo de la cuerda. Pudo observar que la gran rata se dejaba caer desde la
cuerda a la silla de roble, se instalaba en ella y le contemplaba. Tomó un
libro con la mano derecha y, apuntando cuidadosamente, se lo lanzó. La rata,
con un rápido movimiento, saltó de costado y esquivó el proyectil. Tomó
entonces un segundo y luego un tercero, y se los lanzó uno tras otro, pero sin
éxito. Por fin, y en el momento en que se disponía a arrojarle un nuevo libro,
la rata chilló y pareció asustada. Esto aumentó más aún su deseo de dar en el
blanco; el libro voló, y alcanzó a la rata con un golpe resonante. El animal
lanzó un chillido terrorífico y, echando a su perseguidor una mirada de
terrible malignidad, trepó por el respaldo de la silla, desde cuyo borde
superior saltó hasta la cuerda de la campana de alarma, por la cual subió con
la velocidad del rayo. La lámpara que sujetaba la cuerda se tambaleó bajo el
repentino tirón, pero era pesada y no llegó a caerse.
Malcolmson
siguió a la rata con la mirada y la vio, gracias a la luz de la segunda
lámpara, saltar a una moldura del zócalo y desaparecer por un agujero en uno de
los grandes cuadros colgados de la pared, indescifrable bajo la espesa capa de
polvo y suciedad.
—Mañana le echaré
una ojeada a la vivienda de mi amiga —dijo en voz alta el estudiante, mientras
recogía los volúmenes tirados por el suelo—. El tercer cuadro partir de la
chimenea: no lo olvidaré. —Tomó los libros uno a uno, haciendo un comentario
sobre ellos mientras iba leyendo sus títulos—. Secciones cónicas no la rozó, ni
tampoco Oscilaciones cicloideas, ni los Principia, ni los Cuaternios, ni la
Termodinámica. ¡Éste es el libro que la alcanzó! —Malcolmson lo tomó del suelo
y miró el título y, al hacerlo, se sobresaltó y una súbita palidez cubrió su
rostro. Miró a su alrededor, inquieto, y se estremeció levemente mientras
murmuraba para sí—: ¡La Biblia que me dio mi madre!
¡Qué extraña
coincidencia!
Volvió
a sentarse y reanudó su trabajo; las ratas del zócalo volvieron a sus
cabriolas. Sin embargo, ahora no le molestaban; al contrario, su presencia le
proporcionaba una cierta sensación de compañía. Pero no pudo concentrarse en el
estudio y, después de intentar inútilmente dominar el tema que tenía entre
manos, lo dejó con desesperación y fue a acostarse, justo cuando el primer
resplandor del amanecer penetraba furtivamente por la ventana que daba al este.
Durmió
pesadamente pero inquieto, y soñó mucho; cuando le despertó la señora Dempster,
ya muy entrada la mañana, su aspecto era de haber descansado mal, y durante
algunos minutos no pareció darse cuenta exacta de dónde se encontraba. Su
primer encargo sorprendió bastante a la criada.
—Señora Dempster,
cuando me ausente hoy de casa quiero que tome la escalera, saque el polvo y
limpie bien todos esos cuadros..., especialmente el tercero a partir de la
chimenea. Quiero ver qué hay en ellos.
Hasta
bien entrada la tarde estuvo Malcolmson estudiando a la sombra de los árboles;
a medida que transcurría el día notó que sus asimilaciones mejoraban
progresivamente y fue volviendo al alegre optimismo del día anterior. Ya había
conseguido solucionar satisfactoriamente todos los problemas que hasta entonces
le habían eludido, y se encontraba en un estado tal de euforia que decidió
hacer una visita a la señora Witham en «El Buen Viajero». La encontró en su
confortable cuarto de estar, acompañada por un desconocido que le fue presentado
como el doctor Thornhill. La mujer no parecía hallarse totalmente a gusto, y
esto, unido a que el hombre se lanzó de inmediato a hacerle toda una serie de
preguntas, hizo pensar a Malcolmson que la presencia del doctor no era casual,
así que dijo sin ambages:
—Doctor Thornhill,
contestaré gustosamente cualquier pregunta que quiera hacerme, si primero me
contesta usted a una que deseo hacerle yo.
El doctor pareció
sorprenderse, pero sonrió y respondió al momento:
—¡De acuerdo! ¿De
qué se trata?
—¿Le pidió a usted
la señora Witham que viniera aquí a verme y aconsejarme?
El doctor
Thornhill, se mostró por un momento desconcertado, y la señora Witham enrojeció
vivamente y volvió
la cara hacia otro lado; sin embargo, el doctor era un hombre sincero e inteligente
y no dudó en contestar con franqueza:
—Así fue, en
efecto, pero no quería que usted se enterase. Supongo que han sido mi torpeza y
mi apresuramiento los que le han hecho sospechar. Pero en fin, lo que me dijo
fue que no le gustaba la idea que estuviese usted en esa casa completamente
solo, y tomando tanto té y tan cargado. Deseaba que yo le aconsejase que dejara
el té y no se quedara a estudiar hasta tan tarde. Yo también fui un buen
estudiante en mis tiempos, y por ello espero que me permita tomarme la libertad
de darle un consejo sin ánimo de ofenderle, puesto que no le hablo como un
extraño, sino como un universitario puede hablarle a otro.
Malcolmson
le tendió la mano con una radiante sonrisa.
—¡Choque esos
cinco!, como dicen en Norteamérica —exclamó—. Le agradezco mucho su interés, y
también a la señora Witham; y su amabilidad me obliga a pagarles en la misma
moneda.
Prometo no volver
a tomar té cargado, ni sin cargar, hasta que usted me autorice. Y esta noche me
iré a la cama a la una de la madrugada lo más tarde. ¿De acuerdo?
—Estupendo —dijo
el médico—. Y ahora cuénteme usted todo lo que ha visto en el viejo caserón.
Malcolmson
relató con todo detalle lo sucedido en las dos últimas noches. Fue interrumpido
de vez en cuando por las exclamaciones de la señora Witham, hasta que
finalmente, al llegar al episodio de la Biblia, toda la emoción reprimida de la
mujer halló salida en un tremendo alarido, y hasta que no se le administró un
buen vaso de coñac con agua no se repuso. El doctor Thornhill lo escuchó todo
con expresión de creciente gravedad, y cuando el relato llegó a su fin y la
señora Witham quedó tranquila preguntó:
—¿La rata siempre
trepa por la cuerda de la campana de alarma?
—Sí, siempre.
—Supongo que ya
sabrá usted —dijo el doctor tras una pausa— qué es esa cuerda.
—¡No!
—Es —dijo el
doctor lentamente— la misma que utilizaba el verdugo para ahorcar a las
víctimas del cruel juez.
Al
llegar a este punto fue interrumpido de nuevo por otro grito de la señora
Witham, y hubo que poner otra vez en juego los medios para que volviera a
recobrarse. Malcolmson, tras consultar su reloj, observó que ya era casi hora
de cenar y se marchó a su casa tan pronto como ella se hubo recobrado.
Cuando
la señora Witham volvió totalmente en sí, asaetó al doctor Thornhill con
coléricas preguntas acerca de qué pretendía metiendo aquellas horribles ideas
en la cabeza del pobre joven.
—Ya tiene allí
demasiadas preocupaciones —añadió.
El doctor
Thornhill respondió:
—¡Mi querida
señora, mi propósito es bien distinto! Lo que yo quería era atraer su atención
hacia la cuerda de la campana y mantenerla fija allí. Es posible que se halle
en un estado de gran sobreexcitación, por haber estudiado demasiado o por lo
que sea, pero de todas formas me veo obligado a reconocer que parece un joven
tan sano y fuerte mental y corporalmente como el que más.
Pero
luego están las ratas..., y esa sugerencia del diablo... —El doctor agitó la
cabeza y prosiguió—: Me habría ofrecido a ir a pasar la noche con él, pero
estoy seguro que eso le hubiera humillado.
Parece
que por la noche sufre algún tipo de extraño terror o alucinación, y de ser así
deseo que tire de esa cuerda. Como está completamente solo, eso nos servirá de
aviso y podremos llegar hasta él a tiempo aún de serle útiles. Esta noche me
mantendré despierto hasta muy tarde y tendré los oídos bien abiertos. No se
alarme usted, señora Witham, si Benchurch recibe una sorpresa antes de mañana.
—Oh, doctor, ¿qué
quiere usted decir?
—Exactamente esto:
es muy posible, o mejor dicho probable, que esta noche oigamos la gran campana
de alarma de la Casa del Juez.
Y
el doctor hizo un mutis tan efectista como se podía esperar.
Cuando
Malcolmson llegó a la casa descubrió que era un poco más tarde que de costumbre
y que la señora Dempster ya se había marchado: las reglas de la Casa de Caridad
Greenhow no eran de desdeñar. Se alegró mucho de ver que el lugar estaba limpio
y reluciente, un alegre fuego ardía en la chimenea y la lámpara estaba bien
despabilada. La tarde era muy fría para el mes de abril, y soplaba un pesado
viento con una violencia que crecía tan rápidamente que podía esperarse una
buena tormenta para la noche. El ruido que hacían las ratas cesó durante unos
pocos minutos tras su llegada, pero tan pronto como se volvieron a acostumbrar a
su presencia lo reanudaron. Se alegró de oírlas, y una vez más notó que en su
bullicioso rumor había algo que le hacía sentirse acompañado.
Sus
pensamientos retrocedieron hasta el extraño hecho que las ratas sólo dejaban de
manifestarse cuando aquella otra rata (la gran rata de ojillos fúnebres)
entraba en escena. Sólo estaba encendida la lámpara de lectura, cuya pantalla
verde mantenía en sombras el techo y la parte superior de la estancia, de tal
modo que la alegre y rojiza luz de la chimenea se extendía cálida y agradable
por el pavimento y brillaba sobre el blanco mantel que cubría la mesa.
Malcolmson se sentó a cenar con buen apetito y espíritu alegre. Después de
cenar y fumar un cigarrillo se entregó firmemente a su trabajo, decidido a que
nada le distrajese, pues recordaba la promesa hecha al doctor y quería
aprovechar de la mejor manera posible el tiempo que disponía.
Durante
más de una hora trabajó sin problemas, y luego sus pensamientos empezaron a
desprenderse de los libros y a vagabundear por su cuenta. Las actuales
circunstancias en las que se hallaba y la llamada de atención sobre su salud
nerviosa no eran algo que pudiera despreciar. Por aquel entonces, el viento se
había convertido ya en un vendaval, y el vendaval en una tormenta. La vieja casa,
pese a su solidez, parecía estremecerse desde sus cimientos, y la tormenta
rugía y bramaba a través de las múltiples chimeneas y los viejos gabletes,
produciendo extraños y aterradores sonidos en los pasillos y las estancias
vacías. Incluso la gran campana de alarma del tejado debía estar sufriendo los
embates del viento, pues la cuerda subía y bajaba levemente, como si la campana
estuviera moviéndose un poco, y el extremo inferior de la flexible cuerda
azotaba el suelo de roble con un ruido duro y hueco.
Al
escucharlo, Malcolmson recordó las palabras del doctor: «Es la cuerda que
utilizaba el verdugo para ahorcar a las víctimas del cruel juez.» Se acercó al
rincón de la chimenea y la tomó entre sus manos para contemplarla. Parecía
sentir como una especie de morboso interés por ella, y mientras la estaba
observando se perdió un momento en conjeturas sobre quiénes habrían sido esas
víctimas y sobre el lúgubre deseo del juez de tener siempre ante su vista una
reliquia tan macabra.
Mientras
permanecía allí, el suave balanceo de la campana del tejado había seguido
comunicando a la cuerda cierto movimiento, pero ahora, de pronto, empezó a
notar una nueva sensación, una especie de temblor en la cuerda, como si algo se
estuviera moviendo a lo largo de ella.
Levantó
instintivamente la vista y vio a la enorme rata que, lentamente, bajaba hacia
él mirándole con fijeza. Soltó la cuerda y retrocedió con brusquedad,
mascullando una maldición; la rata dio la vuelta, trepó de nuevo por la cuerda
y desapareció; y en ese instante Malcolmson se dio cuenta que el ruido de las
ratas, que había cesado hacía un momento, volvía a comenzar.
Todo
esto le dejó pensativo; entonces recordó que no había investigado la madriguera
de la rata ni mirado los cuadros como había pensado hacer. Encendió la otra
lámpara, que no tenía pantalla, y levantándola se situó frente al tercer cuadro
a la derecha de la chimenea, que era por donde había visto desaparecer a la
rata la noche anterior.
A
la primera ojeada retrocedió, tan bruscamente sobresaltado que casi dejó caer
la lámpara, y una mortal palidez cubrió sus facciones. Sus rodillas
entrechocaron, pesadas gotas de sudor perlaron su frente, y tembló como un
álamo. Pero era joven y animoso, y consiguió armarse nuevamente de valor; tras
una pausa de unos segundos avanzó lentamente unos pasos, alzó la lámpara y
examinó el cuadro, que una vez desempolvado y limpio era ya claramente
distinguible.
Era
el retrato de un juez vestido de púrpura y armiño. Su rostro era fuerte y
despiadado, maligno, vengativo y astuto, con una boca sensual y una nariz
ganchuda de rojizo color y forma semejante al pico de un ave de presa. El resto
de la cara era de un color cadavérico. Los ojos, de un brillo peculiar, tenían
una expresión terriblemente maligna. Contemplándolos, Malcolmson sintió frío,
pues en ellos vio una réplica exacta a los ojos de la enorme rata. Casi se le
cayó la lámpara de la mano cuando vio a ésta mirándole con sus ojillos fúnebres
desde el agujero de la esquina del cuadro y notó el repentino cese del ruido de
las demás. Pese a ello, volvió a reunir todo su valor y continuó examinando la
pintura.
El
juez estaba sentado en una gran silla de roble tallado de respaldo alto, a la
derecha de una chimenea de piedra junto a la cual colgaba desde el techo una
cuerda que yacía con su extremo inferior enrollado en el suelo. Con una
sensación de horror, Malcolmson reconoció en esa escena la habitación donde se
hallaba ahora, y miró despavorido a su alrededor, como esperando hallar alguna
extraña presencia a su espalda. Luego volvió a dirigir su mirada al rincón que
formaba la chimenea y, lanzando un grito desgarrado, dejó caer la lámpara que
llevaba en la mano.
Allí,
en la silla del juez, con la cuerda colgando tras ella, se había instalado
aquella enorme rata que tenía la misma fúnebre mirada que éste, ahora
diabólicamente intensa. Excepto el ulular de la tormenta, todo mantenía un
completo silencio.
La
lámpara caída hizo que Malcolmson volviera a la realidad. Por fortuna, era de
metal y el aceite no se derramó. Sin embargo, la necesidad de recogerla de
inmediato serenó sus aprensiones nerviosas. Cuando hubo apagado la lámpara se
secó el sudor y meditó un momento.
—Esto no puede ser
—se dijo en voz alta—. Si sigo así voy a volverme loco. ¡Basta ya! Prometí al
doctor que no tomaría té. ¡Por Dios que tenía razón! Mis nervios han debido
llegar a un estado terrible. Es curioso que yo no lo note. Nunca en mi vida me
he encontrado mejor. Pero ahora todo vuelve a ir bien, no volveré a comportarme
como un necio.
Se
preparó un buen vaso de brandy y se sentó resueltamente para proseguir su
estudio. Llevaba así cerca de una hora cuando levantó la vista del libro,
atraído por el súbito silencio. Sin embargo, el viento ululaba y rugía más
fuerte que nunca, y la lluvia golpeaba en ráfagas los cristales de las ventanas
como si fuera granizo; en el interior de la casa, sin embargo, no se oía nada,
excepto el eco del viento bramando por la gran chimenea como un arrullo de la
tormenta. El fuego casi se había apagado; ardía ya sin llama, arrojando sólo un
resplandor rojizo. Malcolmson escuchó con atención, y entonces oyó un tenue y
chirriante ruido, casi inaudible. Provenía del rincón de la estancia donde
colgaba la cuerda, y el estudiante pensó que debía producirlo el roce de la
cuerda contra el suelo cuando el balanceo de la campana la hacía subir y bajar.
Sin embargo, al mirar hacia allí, observó sorprendido que la rata, agarrada a
la cuerda, la estaba royendo. La cuerda estaba ya casi roída por completo; se
podía ver un color más claro en el punto donde las hebras internas habían
quedado al descubierto. Mientras observaba, la tarea quedó completada y la
cuerda cayó con un chasquido sobre el piso de roble, al tiempo que, por un
instante, la gran rata permanecía colgada, como una monstruosa borla o
campanilla, del cabo superior, que empezó a balancearse a uno y otro lado.
Malcolmson sintió por un momento otra oleada brusca de terror al darse cuenta
que la posibilidad de comunicarse con el mundo exterior y pedir auxilio había
quedado cortada, pero este sentimiento fue reemplazado en seguida por una
intensa cólera y, agarrando el libro que estaba leyendo, lo arrojó contra la
rata. El tiro iba bien dirigido, pero antes que el proyectil pudiera
alcanzarla, la rata se dejó caer y aterrizó en el suelo con un blando ruido.
Malcolmson se abalanzó al instante sobre ella, pero el animal salió disparado y
desapareció en las sombras de la estancia.
Malcolmson
comprendió que el estudio había terminado, al menos por aquella noche, y
decidió alterar la monotonía de su vida con una cacería de ratas. Retiró la
pantalla de la lámpara para conseguir un mayor radio de acción de la luz. Al
hacerlo, se disiparon las tinieblas de la parte superior de la estancia, y ante
aquella invasión de luz, cegadora en comparación con la oscuridad anterior, los
cuadros de la pared destacaron limpiamente. Desde donde estaba Malcolmson pudo
ver, justo frente a él, el tercero a la derecha de la chimenea. Se frotó con
sorpresa los ojos, y luego un gran miedo empezó a invadirle.
En
el centro del cuadro había un espacio vacío, grande e irregular, en el que se
veía el lienzo pardo tan limpio como cuando fue colocado en el bastidor. El
fondo del cuadro estaba como antes, con la silla, el rincón de la chimenea y la
cuerda, pero la figura del juez había desaparecido.
Malcolmson
estremecido de terror, fue girando lentamente, y entonces empezó a estremecerse
y a temblar como afectado por un ataque de parálisis. Sus fuerzas parecían
haberle abandonado, dejándole incapaz de hacer el menor movimiento, incluso
casi incapaz de pensar. Sólo podía ver y oír.
Allí,
en la gran silla de roble de alto respaldo, estaba sentado el juez, con su
atuendo de púrpura y armiño, los fúnebres ojos brillando vengativos, una
sonrisa de triunfo en la boca, firme y cruel, mientras sostenía en sus manos un
negro birrete. Malcolmson notó que la sangre huía de su corazón, como lo que se
siente en los momentos de prolongada ansiedad. Le silbaban los oídos. Sin
embargo, podía oír el bramar y el aullar de la tempestad y, atravesándola,
deslizándose sobre ella, le llegaron las campanadas de medianoche, en grandes
repiques, desde la plaza del mercado. Durante un tiempo que se le antojó
interminable permaneció inmóvil como una estatua, casi sin respiración, con los
ojos desorbitados, heridos de horror. A medida que iba sonando el reloj se
intensificaba la sonrisa de triunfo en la cara del juez, y cuando hubo sonado
la última campanada de medianoche se colocó el negro birrete en la cabeza.
Lenta,
deliberadamente, el juez se levantó de su asiento y tomó el trozo de cuerda que
yacía en el suelo, lo palpó con sus manos como si su contacto le produjese
placer, y luego empezó a anudar uno de sus extremos. Apretó y comprobó el nudo
con el pie, tirando fuertemente de él hasta quedar satisfecho, y entonces lo
transformó en un nudo corredizo, que alzó en su mano. Después empezó a moverse
a lo largo de la mesa, por el lado opuesto a donde se encontraba Malcolmson,
con la mirada fija en él, hasta que le rebasó; entonces, con un rápido
movimiento, se colocó ante la puerta. Malcolmson empezó a darse cuenta en ese
momento que había caído en una trampa, e intentó pensar qué debía hacer. Había
cierta fascinación en los ojos del juez que no se apartaban de él, y cuya
mirada Malcolmson se veía forzado a sostener. Vio que el juez se le aproximaba
(sin dejar de mantenerse entre la puerta y el joven), levantaba el lazo y lo
arrojaba en su dirección, como para capturarle. Con un gran esfuerzo hizo un
rápido movimiento lateral y vio cómo la cuerda caía a su lado y la oyó golpear
contra el suelo de roble. De nuevo levantó el nudo el juez y trató de cazarle,
sin apartar sus fúnebres ojos de él, y el estudiante consiguió evitarlo
haciendo un poderoso esfuerzo.
Esto
se repitió muchas veces, sin que el juez pareciera desanimarse por sus
fracasos, sino más bien gozar con ellos, como un gato con un ratón. Por fin, en
la cumbre de su desesperación, Malcolmson arrojó una rápida mirada a su
alrededor. La lámpara parecía reavivada y una brillante luz inundaba la
estancia. En las numerosas madrigueras y en las grietas y agujeros del zócalo
vio los ojos de las ratas; y esta visión, puramente física, le proporcionó un
destello de bienestar. Miró y pudo darse cuenta que la cuerda de la gran
campana de alarma estaba plagada de ratas. Cada centímetro estaba cubierto de
ellas, cada vez salían más a través del pequeño agujero circular del techo de
donde emergían, de tal modo que, bajo su peso, la campana empezaba a oscilar.
Osciló
hasta que el badajo llegó a tocarla. El sonido fue muy tenue, pero apenas había
comenzado su vaivén, y poco a poco iría aumentando la potencia del tañido.
Al
oírlo, el juez, que había mantenido los ojos fijos en Malcolmson, los levantó,
y un gesto de diabólica ira contrajo su rostro. Sus ojos relucieron como
carbones encendidos y golpeó el suelo con el pie, haciendo un ruido que pareció
estremecer toda la casa. El pavoroso estruendo de un trueno estalló sobre sus
cabezas al mismo tiempo que el juez volvía a levantar el lazo y las ratas
seguían subiendo y bajando por su cuerda, como si luchasen contra el tiempo.
Pero esta vez, en lugar de arrojarlo, se fue acercando a su víctima, y fue
abriendo el lazo a medida que se aproximaba. Al llegar frente al estudiante
pareció irradiar algo paralizante con su sola presencia, y Malcolmson,
permaneció rígido como un cadáver. Sintió sobre su garganta los helados dedos
del juez mientras éste le ajustaba el lazo. El nudo se apretó. Entonces el
juez, tomando en sus brazos el rígido cuerpo del muchacho, lo levantó, colocándolo
en pie sobre la silla de roble y, subido junto a él, alzó su mano y tomó el
extremo de la oscilante cuerda de la campana de alarma. Al alzar la mano, las
ratas huyeron, chillando, por el agujero del techo. Tomando el extremo del lazo
que rodeaba el cuello de Malcolmson, lo ató a la cuerda que colgaba de la
campana y entonces, descendiendo de nuevo al suelo, quitó la silla.
Al
comenzar a sonar la campana de alarma de la Casa del Juez se congregó de
inmediato un gran gentío. Aparecieron luces y antorchas y, silenciosamente, la
multitud se encaminó presurosa hacia allí. Golpearon fuertemente la puerta,
pero nadie respondió. Entonces la echaron abajo y penetraron en el gran
comedor; el doctor iba a la cabeza de todos.
El
cuerpo del estudiante se balanceaba del extremo de la cuerda de la gran campana
de alarma; en el cuadro, el rostro del juez mostraba una sonrisa maligna.
Mi
suicidio, 1898, Emilia Pardo Bazán (España)
Muerta ella; tendida, inerte, en el horrible ataúd de barnizada caoba que aún me parecía ver con sus doradas molduras de antipático brillo, ¿qué me restaba en el mundo ya? En ella cifraba yo mi luz, mi regocijo, mi ilusión, mi delicia toda..., y desaparecer así, de súbito, arrebatada en la flor de su juventud y de su seductora belleza, era tanto como decirme con melodiosa voz, la voz mágica, la voz que vibraba en mi interior produciendo acordes divinos: Pues me amas, sígueme.
¡Seguirla! Sí; era la única resolución digna de mi cariño, a la altura de mi dolor, y el remedio para el eterno abandono a que me condenaba la adorada criatura huyendo a lejanas regiones.
Seguirla, reunirme con ella, sorprenderla en la otra orilla del río fúnebre... y estrecharla delirante, exclamando: Aquí estoy. ¿Creías que viviría sin ti? Mira cómo he sabido buscarte y encontrarte y evitar que de hoy más nos separe poder alguno de la tierra ni del cielo.
Determinado a realizar mi propósito, quise verificarlo en aquel mismo aposento donde se deslizaron insensiblemente tantas horas de ventura, medidas por el suave ritmo de nuestros corazones... Al entrar olvidé la desgracia, y me pareció que ella, viva y sonriente, acudía como otras veces a mi encuentro, levantando la cortina para verme más pronto, y dejando irradiar en sus pupilas la bienvenida, y en sus mejillas el arrebol de la felicidad.
Allí estaba el amplio sofá donde nos sentábamos tan juntos como si fuese estrechísimo; allí la chimenea hacia cuya llama tendía los piececitos, y a la cual yo, envidioso, los disputaba abrigándolos con mis manos, donde cabían holgadamente; allí la butaca donde se aislaba, en los cortos instantes de enfado pueril que duplicaban el precio de las reconciliaciones; allí la gorgona de irisado vidrio de Salviati, con las últimas flores, ya secas y pálidas, que su mano había dispuesto artísticamente para festejar mi presencia... Y allí, por último, como maravillosa resurrección del pasado, inmortalizando su adorable forma, ella, ella misma... es decir, su retrato, su gran retrato de cuerpo entero, obra maestra de célebre artista, que la representaba sentada, vistiendo uno de mis trajes preferidos, la sencilla y airosa funda de blanca seda que la envolvía en una nube de espuma.
Y era su actitud familiar, y eran sus ojos verdes y lumínicos que me fascinaban, y era su boca entreabierta, como para exclamar, entre halago y represión, el ¡qué tarde vienes! de la impaciencia cariñosa; y eran sus brazos redondos, que se ceñían a mi cuello como la ola al tronco del náufrago, y era, en suma, el fidelísimo trasunto de los rasgos y colores, al través de los cuales me había cautivado un alma; imagen encantadora que significaba para mí lo mejor de la existencia... Allí, ante todo cuanto me hablaba de ella y me recordaba nuestra unión; allí, al pie del querido retrato, arrodillándome en el sofá, debía yo apretar el gatillo de la pistola inglesa de dos cañones (que lleva en su seno el remedio de todos los males y el pasaje para arribar al puerto donde ella me aguardaba). Así no se borraría de mis ojos ni un segundo su efigie: los cerraría mirándola, y volvería a abrirlos, viéndola no ya en pintura, sino en espíritu...
La tarde caía; y como deseaba contemplar a mi sabor el retrato, al apoyar en la sien el cañón de la pistola, encendí la lámpara y todas las bujías de los candelabros. Uno de tres brazos había sobre el secrétaire de palo de rosa con incrustaciones, y al acercar al pábilo el fósforo, se me ocurrió que allí dentro estarían mis cartas, mi retrato, los recuerdos de nuestra dilatada e íntima historia. Un vivaz deseo de releer aquellas páginas me impulsó a abrir el mueble.
Es de advertir que yo no poseía cartas de ella: las que recibía las devolvía una vez leídas, por precaución, por respeto, por caballerosidad. Pensé que acaso ella no había tenido valor para destruirlas, y que de los cajoncitos del secrétaire volvería a alzarse su voz insinuante y adorada, repitiendo las dulces frases que no habían tenido tiempo de grabarse en mi memoria. No vacilé (¿vacila el que va a morir?) en descerrajar con violencia el primoroso mueblecillo. Saltó en astillas la cubierta y metí la mano febrilmente en los cajoncitos, revolviéndolos ansioso.
Sólo en uno había cartas. Los demás los llenaban cintas, joyas, dijecillos, abanicos y pañuelos perfumados. El paquete, envuelto en un trozo de rica seda brochada, lo tomé muy despacio, lo palpé como se palpa la cabeza del ser querido antes de depositar en ella un beso, y acercándome a la luz, me dispuse a leer. Era letra de ella: eran sus queridas cartas. Y mi corazón agradecía a la muerta el delicado refinamiento de haberlas guardado allí, como testimonio de su pasión, como codicilo en que me legaba su ternura.
Desaté, desdoblé, empecé a deletrear... Al pronto creía recordar las candentes frases, las apasionadas protestas y hasta las alusiones a detalles íntimos, de esos que sólo pueden conocer dos personas en el mundo. Sin embargo, a la segunda carilla un indefinible malestar, un terror vago, cruzaron por mi imaginación como cruza la bala por el aire antes de herir. Rechacé la idea; la maldije; pero volvió, volvió..., y volvió apoyada en los párrafos de la carilla tercera, donde ya hormigueaban rasgos y pormenores imposibles de referir a mi persona y a la historia de mi amor.
A la cuarta carilla, ni sombra de duda pudo quedarme: la carta se había escrito a otro, y recordaba otros días, otras horas, otros sucesos, para mí desconocidos...
Repasé el resto del paquete; recorrí las cartas una por una, pues todavía la esperanza terca me convidaba a asirme de un clavo ardiendo... Quizá las demás cartas eran las mías, y sólo aquélla se había deslizado en el grupo, como aislado memento de una historia vieja y relegada al olvido... Pero al examinar los papeles, al descifrar, frotándome los ojos, un párrafo aquí y otro acullá, hube de convencerme: ninguna de las epístolas que contenía el paquete había sido dirigida a mí... Las que yo recibí y restituí con religiosidad, probablemente se encontraban incorporadas a la ceniza de la chimenea; y las que, como un tesoro, ella había conservado siempre, en el oculto rincón del secrétaire, en el aposento testigo de nuestra ventura..., señalaban, tan exactamente como la brújula señala al Norte, la dirección verdadera del corazón que yo juzgara orientado hacia el mío... ¡Más dolor, más infamia! De los terribles párrafos, de las páginas surcadas por renglones de una letra que yo hubiese reconocido entre todas las del mundo, saqué en limpio que «tal vez».... al «mismo tiempo».... o «muy poco antes»... Y una voz irónica gritábame al oído: ¡Ahora sí.... ahora sí que debes suicidarte, desdichado!
Lágrimas de rabia escaldaron mis pupilas; me coloqué, según había resuelto, frente al retrato; empuñé la pistola, alcé el cañón... y, apuntando fríamente, sin prisa, sin que me temblase el pulso.... con los dos tiros.... reventé los dos verdes y lumínicos ojos que me fascinaban.
La
sima,
Pío Baroja (España).
El paraje era severo, de adusta severidad. En el
término del horizonte, bajo el cielo inflamado por nubes rojas, fundidas por
los últimos rayos del sol, se extendía la cadena de montañas de la sierra, como
una muralla azuladoplomiza, coronada en la cumbre por ingentes pedruscos y
veteada más abajo por blancas estrías de nieve.
El pastor y su nieto apacentaban su rebaño de
cabras en el monte, en la cima del alto de las Pedrizas, donde se yergue como
gigante centinela de granito el pico de la Corneja.
El pastor llevaba anguarina de paño amarillento
sobre los hombros, zahones de cuero en las rodillas, una montera de piel de
cabra en la cabeza, y en la mano negruzca, como la garra de un águila, sostenía
un cayado blanco de espino silvestre. Era hombre tosco y primitivo; sus
mejillas, rugosas como la corteza de una vieja encina, estaban en parte
cubiertas por la barba naciente no afeitada en varios días, blanquecina y
sucia.
El zagal, rubicundo y pecoso, correteaba seguido
del mastín; hacía zumbar la honda trazando círculos vertiginosos por encima de
su cabeza y contestaba alegre a las voces lejanas de los pastores y de los
vaqueros, con un grito estridente, como un relincho, terminando en una nota
clara, larga, argentina, carcajada burlona, repetida varias veces por el eco de
las montañas.
El pastor y su nieto veían desde la cumbre del
monte laderas y colinas sin árboles, prados yermos, con manchas negras,
redondas, de los matorrales de retama y macizos violetas y morados de los
tomillos y de los cantuesos en flor…
En la hondonada del monte, junto al lecho de una
torrentera llena de hojas secas, crecían arbolillos de follaje verde negruzco y
matas de brezo, de carrascas y de roble bajo.
Comenzaba a anochecer, corría ligera brisa; el
sol iba ocultándose tras de las crestas de la montaña; sierpes y dragones
rojizos nadaban por los mares de azul nacarado del cielo, y, al retirarse el
sol, las nubes blanqueaban y perdían sus colores, y las sierpes y los dragones
se convertían en inmensos cocodrilos y gigantescos cetáceos. Los montes se
arrugaban ante la vista, y los valles y las hondonadas parecían ensancharse y
agrandarse a la luz del crepúsculo.
Se oía a lo lejos el ruido de los cencerros de
las vacas, que pasaban por la cañada, y el ladrido de los perros, el ulular del
aire; y todos esos rumores, unidos a los murmullos indefinibles del campo,
resonaban en la inmensa desolación del paraje como voces misteriosas nacidas de
la soledad y del silencio.
-Volvamos, muchacho -dijo el pastor-. El sol se
esconde.
El zagal corrió presuroso de un lado a otro,
agitó sus brazos, enarboló su cayado, golpeó el suelo, dio gritos y arrojó
piedras, hasta que fue reuniendo las cabras en una rinconada del monte. El
viejo las puso en orden; un macho cabrío, con un gran cencerro en el cuello, se
adelantó como guía, y el rebaño comenzó a bajar hacia el llano. Al destacarse
el tropel de cabras sobre la hierba, parecía oleada negruzca, surcando un mar
verdoso. Resonaba igual, acompasado, el alegre campanilleo de las esquilas.
-¿Has visto, zagal, si el macho cabrío de tía
Remedios va en el rebaño? -preguntó el pastor.
-Lo vide, abuelo -repuso el muchacho.
-Hay que tener ojo con ese animal, porque malos
dimoños me lleven si no le tengo malquerencia a esa bestia.
-Y eso, ¿ por qué vos pasa, abuelo?
-¿ No sabes que la tía Remedios tié fama de bruja
en tó el lugar?
-¿Y eso será verdad, abuelo?
-Así lo ha dicho el sacristán la otra vegada que
estuve en el lugar. Añaden que aoja a las presonas y a las bestias y que da
bebedizos. Diz que la veyeron por los aires entre bandas de culebros.
El pastor siguió contando lo que de la vieja
decían en la aldea, y de este modo departiendo con su nieto, bajaron ambos por
el monte, de la senda a la vereda, de la vereda al camino, hasta detenerse
junto a la puerta de un cercado. Veíase desde aquí hacia abajo la gran
hondonada del valle, a lo lejos brillaba la cinta de plata del río, junto a
ella adivinábase la aldea envuelta en neblinas; y a poca distancia, sobre la
falda de una montaña, se destacaban las ruinas del antiguo castillo de los
señores del pueblo.
-Abre el zarzo, muchacho -gritó el pastor al
zagal.
Éste retiró los palos de la talanquera, y las
cabras comenzaron a pasar por la puerta del cercado, estrujándose unas con
otras. Asustose en esto uno de los animales, y, apartándose del camino, echó a
correr monte abajo velozmente.
-Corre, corre tras él, muchacho -gritó el viejo,
y luego azuzó al mastín, para que persiguiera al animal huido.
-Anda, Lobo. Ves a buscallo.
El mastín lanzó un ladrido sordo, y partió como
una flecha.
-¡Anda! ¡Alcánzale! -siguió gritando el pastor-.
Anda ahí.
El macho cabrío saltaba de piedra en piedra como
una pelota de goma; a veces se volvía a mirar para atrás, alto, erguido, con
sus lanas negras y su gran perilla diabólica. Se escondía entre los matorrales
de zarza y de retama, iba haciendo cabriolas y dando saltos.
El perro iba tras él, ganaba terreno con
dificultad; el zagal seguía a los dos, comprendiendo que la persecución había
de concluir pronto, pues la parte abrupta del monte terminaba a poca distancia
en un descampado en cuesta. Al llegar allí, vio el zagal al macho cabrío, que
corría desesperadamente perseguido por el perro; luego le vio acercarse sobre
un montón de rocas y desaparecer entre ellas. Había cerca de las rocas una
cueva que, según algunos, era muy profunda, y, sospechando que el animal se
habría caído allí, el muchacho se asomó a mirar por la boca de la caverna.
Sobre un rellano, de la pared de ésta, cubierto de matas, estaba el macho
cabrío.
El zagal intentó agarrarle por un cuerno,
tendiéndose de bruces al borde de la cavidad; pero viendo lo imposible del
intento, volvió al lugar donde se hallaba el pastor y le contó lo sucedido.
-¡Maldita bestia! -murmuró el viejo-. Ahora
volveremos, zagal. Habemos primero de meter el rebaño en el redil.
Encerraron entre los dos las cabras, y, después
de hecho esto, el pastor y su nieto bajaron hacia el descampado y se acercaron
al borde de la sima. El chivo seguía en pie sobre las matas. El perro le
ladraba desde fuera sordamente.
-Dadme vos la mano, abuelo. Yo me abajaré -dijo
el zagal.
-Cuidiao, muchacho. Tengo gran miedo de que te
vayas a caer.
-Descuidad vos, abuelo.
El zagal apartó las malezas de la boca de la
cueva, se sentó a la orilla, dio a pulso una vuelta, hasta sostenerse con las
manos en el borde mismo de la oquedad, y resbaló con los pies por la pared de
la misma, hasta afianzarlos en uno de los tajos salientes de su entrada. Empujó
el cuerno de la bestia con una mano, y tiró de él. El animal, al verse
agarrado, dio tan tremenda sacudida hacia atrás, que perdió sus pies; cayó, en
su caída arrastró al muchacho hacia el fondo del abismo. No se oyó ni un grito,
ni una queja, ni el rumor más leve.
El viejo se asomó a la boca de la caverna.
-¡Zagal, zagal! -gritó, con desesperación.
Nada, no se oía nada.
-¡Zagal! ¡Zagal!
Parecía oírse mezclado con el murmullo del viento
un balido doloroso que subía desde el fondo de la caverna.
Loco, trastornado, durante algunos instantes el
pastor vacilaba en tomar una resolución; luego se le ocurrió pedir socorro a
los demás cabreros, y echó a correr hacia el castillo.
Éste parecía hallarse a un paso; pero estaba a
media hora de camino, aun marchando a campo traviesa; era un castillo ojival
derruido, se levantaba sobre el descampado de un monte; la penumbra ocultaba su
devastación y su ruina, y en el ambiente del crepúsculo parecía erguirse y
tomar proporciones fantásticas.
El viejo caminaba jadeante. Iba avanzando la
noche; el cielo se llenaba de estrellas; un lucero brillaba con su luz de plata
por encima de un monte, dulce y soñadora pupila que contempla el valle.
El viejo, al llegar junto al castillo, subió a él
por una estrecha calzada; atravesó la derruida escarpa, y por la gótica puerta
entró en un patio lleno de escombros, formado por cuatro paredones agrietados,
únicos restos de la antigua mansión señorial.
En el hueco de la escalera de la torre, dentro de
un cobertizo hecho con estacas y paja, se veían a la luz de un candil humeante,
diez o doce hombres, rústicos pastores y cabreros agrupados en derredor de unos
cuantos tizones encendidos.
El viejo, balbuceando, les contó lo que había
pasado. Levantáronse los hombres, cogió uno de ellos una soga del suelo y
salieron del castillo. Dirigidos por el viejo, fueron camino del descampado, en
donde se hallaba la cueva.
La coincidencia de ser el macho cabrío de la
vieja hechicera el que había arrastrado al zagal al fondo de la cueva, tomaba
en la imaginación de los cabreros grandes y extrañas proporciones.
-¿Y si esa bestia fuera el dimoño? -dijo uno.
-Bien podría ser -repuso otro.
Todos se miraron, espantados.
Se había levantado la luna; densas nubes negras,
como rebaños de seres monstruosos, corrían por el cielo; oíase alborotado rumor
de esquilas; brillaban en la lejanía las hogueras de los pastores.
Llegaron al descampado, y fueron acercándose a la
sima con el corazón palpitante. Encendió uno de ellos un brazado de ramas secas
y lo asomó a la boca de la caverna. El fuego iluminó las paredes erizadas de
tajos y de pedruscos; una nube de murciélagos despavoridos se levantó y comenzó
a revolotear en el aire.
-¿Quién abaja? -preguntó el pastor, con voz
apagada.
Todos vacilaron, hasta que uno de los mozos
indicó que bajaría él, ya que nadie se prestaba. Se ató la soga por la cintura,
le dieron una antorcha encendida de ramas de abeto, que cogió en una mano, se
acercó a la sima y desapareció en ella. Los de arriba fueron bajándole poco a
poco; la caverna debía ser muy honda, porque se largaba cuerda, sin que el mozo
diera señal de haber llegado.
De repente, la cuerda se agitó bruscamente,
oyéronse gritos en el fondo del agujero, comenzaron los de arriba a tirar de la
soga, y subieron al mozo más muerto que vivo. La antorcha en su mano estaba
apagada.
-¿Qué viste? ¿Qué viste? -le preguntaron todos.
-Vide al diablo, todo bermeyo, todo bermeyo.
El terror de éste se comunicó a los demás
cabreros.
-No abaja nadie -murmuró, desolado, el pastor-.
¿Vais a dejar morir al pobre zagal?
-Ved, abuelo, que ésta es una cueva del dimoño
-dijo uno-. Abajad vos, si queréis.
El viejo se ató, decidido, la cuerda a la cintura
y se acercó al borde del negro agujero.
Oyose en aquel momento un murmullo vago y lejano,
como la voz de un ser sobrenatural. Las piernas del viejo vacilaron.
-No me atrevo… Yo tampoco me atrevo -dijo, y
comenzó a sollozar amargamente.
Los cabreros, silenciosos, miraban sombríos al
viejo. Al paso de los rebaños hacia la aldea, los pastores que los guardaban
acercábanse al grupo formado alrededor de la sima, rezaban en silencio, se
persignaban varias veces y seguían su camino hacia el pueblo.
Se habían reunido junto a los pastores mujeres y
hombres, que cuchicheaban comentando el suceso. Llenos todos de curiosidad,
miraban la boca negra de la caverna, y, absortos, oían el murmullo que escapaba
de ella, vago, lejano y misterioso.
Iba entrando la noche. La gente permanecía allí,
presa aún de la mayor curiosidad.
Oyose de pronto el sonido de una campanilla, y la
gente se dirigió hacia un lugar alto para ver lo que era. Vieron al cura del
pueblo que ascendía por el monte acompañado del sacristán, a la luz de un farol
que llevaba este último. Un cabrero les había encontrado en el camino, y les
contó lo que pasaba. Al ver el viático, los hombres y las mujeres encendieron
antorchas y se arrodillaron todos. A la luz sangrienta de las teas se vio al
sacerdote acercarse hacia el abismo. El viejo pastor lloraba con un hipo
convulsivo. Con la cabeza inclinada hacia el pecho, el cura empezó a rezar el
oficio de difuntos; contestábanle, murmurando a coro, hombres y mujeres, una triste
salmodia; chisporroteaban y crepitaban las teas humeantes, y a veces, en un
momento de silencio, se oía el quejido misterioso que escapaba de la cueva,
vago y lejano.
Concluidas las oraciones, el cura se retiró, y
tras él las mujeres y los hombres, que iban sosteniendo al viejo para alejarle
de aquel lugar maldito.
Y en tres días y tres noches se oyeron lamentos y
quejidos, vagos, lejanos y misteriosos, que salían del fondo de la sima.
El
almohadón de pluma, 1917, Horacio Quiroga (Uruguay)
Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia,
angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de
novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento
cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la
alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba
profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses -se habían casado en
abril- vivieron una dicha especial.
Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en
ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible
semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus
estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas
de mármol- producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el
brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes,
afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra,
los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera
sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el
otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos
sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta
que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque
de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía
nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba
indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la
mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los
brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el
llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose,
y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una
palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo
levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la
examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle,
con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin
vómitos, nada… Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta.
Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia
no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el
dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas
sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también
con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con
incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el
dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer
cada vez que caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones,
confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La
joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra
a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente
mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se
perlaron de sudor.
-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin
dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer
Alicia dio un alarido de horror.
-¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra,
volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se
serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola
temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un
antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los
ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí
delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora,
sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor
mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La
observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
-Pst… -se encogió de hombros desalentado su
médico-. Es un caso serio… poco hay que hacer…
-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y
tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de
anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas.
Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en
síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas
alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en
la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no
la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama,
ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en
forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente
por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días
finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas
en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más
que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos
pasos de Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró
después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el
almohadón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez.
Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la
cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después
de un rato de inmóvil observación.
-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó
caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán
sintió que los cabellos se le erizaban.
-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.
-Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin
dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente.
Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de
un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror
con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el
fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un
animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas
se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en
cama, había aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes
de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La
remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde
que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en
cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el
medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes.
La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro
hallarlos en los almohadones de pluma.
Lo
innombrable, 1923, H.P. Lovecraft (Estados Unidos)
Estábamos
sentados en una ruinosa tumba del siglo XVI, a avanzada hora de la tarde de un
día de otoño, en el viejo cementerio de Arkham, y divagábamos sobre lo
innombrable. Mirando hacia el sauce gigantesco del cementerio, cuyo tronco casi
había hundido la antigua y casi ilegible losa, y había hecho un comentario
fantástico sobre el alimento espectral e incalificable que sus colosales raíces
succionaban sin duda de aquella tierra vetusta y macabra; mi amigo me amonestó
por decir esas tonterías, y añadió que puesto que no se habían efectuado
enterramientos desde hacía más de un siglo, probablemente el árbol no recibía
otro alimento que el ordinario. Añadió además que mi constante alusión a lo
«innombrable» y lo «incalificable» eran un recurso pueril, muy en consonancia
con mi escasa categoría como escritor. Yo era muy aficionado a terminar mis
relatos con suspiros o ruidos que paralizaban las facultades de mis héroes y
les dejaban sin valor, sin palabras y sin recuerdos para decir qué habían
experimentado. Conocemos las cosas, decía él, sólo a través de nuestros cinco
sentidos o nuestras intuiciones religiosas; por tanto, es completamente
imposible hacer referencia a ningún objeto o visión que no pueda describirse
claramente mediante las sólidas definiciones empíricas o las correctas
doctrinas teológicas, preferentemente congregacionalistas, con las
modificaciones que la tradición o sir Arthur Conan Doyle puedan aportar.
Con este
amigo, Joel Manton, discutía a menudo lánguidamente. Era director de la East
High School, nacido y criado en Boston, y participaba de esa sordera
autocomplaciente de Nueva Inglaterra para las delicadas insinuaciones de la
vida. Su opinión era que sólo nuestras experiencias normales y objetivas poseen
importancia estética, y que lo que incumbe al artista es no tanto suscitar una
fuerte emoción mediante la acción, el éxtasis y el asombro, como mantener un
plácido interés y apreciación con detalladas y precisas transcripciones de lo
cotidiano. En particular, era contrario a mi preocupación por lo místico y lo
inexplicable; porque aunque creía en lo sobrenatural mucho más que yo, no
admitía que fuera tema suficientemente común para abordarlo en literatura. Para
un intelecto claro, práctico y lógico, era increíble que una mente pudiese
encontrar su mayor placer en la evasión respecto de la rutina diaria, y en las
combinaciones originales y dramáticas de imágenes normalmente reservadas por el
hábito y el cansancio a las trilladas formas de la existencia real. Según él,
todas las cosas y sentimientos tenían dimensiones, propiedades, causas y
efectos fijos; y aunque sabía vagamente que el entendimiento tiene a veces
visiones y sensaciones de naturaleza bastante menos geométrica, clasificable y
manejable, se creía justificado para trazar una línea arbitraria, y desestimar
todo aquello que no puede ser experimentado y comprendido por el ciudadano
ordinario. Además, estaba casi seguro de que no puede existir nada que sea
«innombrable». No era razonable, según él.
Aunque me
daba cuenta de que era inútil aducir argumentos imaginativos y metafísicos
frente a la autosatisfacción de un ortodoxo de la vida diurna, había algo en el
escenario de este coloquio vespertino que me incitaba a discutir más que de costumbre.
Las gastadas losas de pizarra, los árboles patriarcales, los centenarios
tejados holandeses de la vieja ciudad embrujada que se extendía alrededor; todo
contribuía a enardecerme el espíritu en defensa de mi obra; y no tardé en
llevar mis ataques al terreno mismo de mi enemigo. En efecto, no me fue difícil
iniciar el contraataque, ya que sabía que Joel Manton seguía medio aferrado a
muchas de las supersticiones que las gentes cultivadas habían abandonado ya;
creencias en apariciones de personas a punto de morir en lugares distantes, o
impresiones dejadas por antiguos rostros en las ventanas, a las que se habían
asomado en vida. Dar crédito a estas consejas de vieja campesina, insistía yo,
presuponía una fe en la existencia de sustancias espectrales en la tierra,
separadas de sus duplicados materiales y consiguientes a ellos. Implicaba,
además, una capacidad para creer en fenómenos que estaban más allá de todas las
nociones normales; pues si un muerto puede transmitir su imagen visible o
tangible a la distancia de medio mundo o desplazarse a lo largo de siglos, ¿por
qué iba a ser absurdo suponer que las casas deshabitadas están llenas de
extrañas entidades sensibles, o que los viejos cementerios rebosan de terribles
e incorpóreas generaciones de inteligencias? Y dado que el espíritu, para
efectuar las manifestaciones que se le atribuyen, no puede sufrir limitación
alguna de las leyes de la materia, ¿por qué es una extravagancia imaginar que
los seres muertos perviven psíquicamente -en formas —o ausencias de formas— que
para el observador humano resultan absoluta y espantosamente «innombrables»? El
«sentido común», al reflexionar sobre estos temas, le aseguré a mi amigo con
calor, no es sino una estúpida falta de imaginación y de flexibilidad mental.
Había empezado
a oscurecer, pero a ninguno de los dos nos apetecía dejar la conversación.
Manton no parecía impresionado por mis argumentos, y estaba deseoso de
refutarlos con esa confianza en sus propias opiniones que tanto éxito le daba
como profesor, mientras que yo me sentía demasiado seguro en mi terreno para
temer una derrota. Cayó la noche, y las luces brillaron débilmente en algunas
de las ventanas distantes; pero no nos movimos. Nuestro asiento —un sepulcro—
era bastante cómodo, y yo sabía que a mi prosaico amigo no le inquietaba la
cavernosa grieta que se abría en la antigua obra de ladrillos, maltratada por
las raíces, justo detrás de nosotros, ni la total negrura del lugar que
proyectaba la ruinosa y deshabitada casa del siglo XVII que se interponía entre
nosotros y la calle iluminada. Allí, sentados en la oscuridad, junto a la
hendida tumba próxima a la casa deshabitada, conversábamos sobre lo
«innombrable»; y cuando mi amigo dejó de burlarse, le hablé de la espantosa
prueba que había detrás del relato mío del que más se había burlado él.
El relato se
titulaba La ventana del ático y había aparecido en el número de Whispers
correspondiente a enero de 1922. En muchos lugares, especialmente en el sur y
en la costa del Pacífico, retiraron la revista de los kioscos a causa de las
quejas de los estúpidos pusilánimes; pero en Nueva Inglaterra no causó ninguna
emoción, y las gentes se encogieron de hombros ante mis extravagancias. Era
impensable, dijeron, que nadie se sobresaltase con aquel ser biológicamente imposible;
no era sino una conseja más, una habladuría que Cotton Mather había hecho lo
bastante creíble como para incluirla en su caótica Magnalia Christi Americana,
y se hallaba tan pobremente autentificada que ni siquiera se había atrevido a
citar el nombre de la localidad donde había tenido lugar el horror. Y en cuanto
a la ampliación que yo hacía de la breve nota del viejo místico... ¡era
completamente imposible, y típica de un plumífero frívolo y fantasioso! Mather
había dicho efectivamente que había nacido semejante ser; pero nadie, salvo un
sensacionalista barato, podría pensar que se hubiese desarrollado, se fuese
asomando a las ventanas de las gentes por las noches, y se ocultara en el ático
de una casa, en cuerpo y alma, hasta que alguien lo descubrió siglos después en
la ventana, aunque no pudo describir qué fue lo que le volvió grises los
cabellos. Todo esto no era más que descarada mediocridad, cosa en la que no
paraba de insistir mi amigo Manton. Entonces le hablé de lo que había
descubierto en un viejo diario redactado entre 1706 y 1723, desenterrado de
entre los papeles de la familia, a menos de una milla de donde estábamos
sentados; de eso, y de la verdad irrefutable de las cicatrices que mi
antepasado tenía en el pecho y la espalda, que el diario describía. Le hablé
también de los temores que abrigaban otras gentes de esa región, y de lo que se
murmuró durante generaciones, y de cómo se demostró que no era fingida la
locura que le sobrevino al niño que entró en 1793 en una casa abandonada para examinar
determinadas huellas que se decía que había.
Fue sin duda
un ser horrible... no es de extrañar que los estudiosos se estremezcan al
abordar la época puritana de Massachussetts. Se conoce muy poca cosa de lo que
ocurrió bajo la superficie, aunque a veces supura horriblemente con un burbujeo
putrescente. El terror a la brujería es un destello de luz de lo que bullía en
los estrujados cerebros de los hombres; pero incluso eso es una pequeñez. No
había belleza, no había libertad... como puede comprobarse en los restos
arquitectónicos y domésticos, y los sermones envenenados de los rigurosos
teólogos. Y dentro de esa herrumbrosa camisa de fuerza, se ocultaban
farfullantes la atrocidad, la perversión y el satanismo. Esta era,
verdaderamente, la apoteosis de lo innombrable.
Cotton
Mather, en ese demoníaco sexto libro que nadie debe leer de noche, no se anda
con rodeos al lanzar sus anatemas. Severo como un profeta judío, y
lacónicamente imperturbable como nadie hasta entonces, habla de la bestia que
dio a luz un ser superior a las bestias, aunque inferior al hombre, el ser del
ojo manchado, y del desdichado y vociferante borracho al que ahorcaron por
tener un ojo así. De todo esto se atreve a hablar, aunque no cuenta lo que
ocurrió después. Quizá no llegó a saberlo; o quizá sí, y no se decidió a
contarlo. Hay quien sí que se enteró, aunque no llegó a decir nada... Tampoco
se dio explicación pública de por qué se hablaba con temor de la cerradura de
la puerta que había al pie de la escalera de cierto ático donde vivía un viejo
solitario, amargado y decrépito, el cual se había atrevido a levantar la losa
de determinada sepultura anónima, sobre la cual, sin embargo, existen numerosas
leyendas capaces de helarle la sangre a cualquiera.
Todo está en
ese diario ancestral que encontré: las secretas alusiones e historias
susurradas sobre seres con un ojo manchado que andaban asomándose a las
ventanas por la noche o eran vistos por los prados desiertos, cerca de los
bosques. Mi antepasado vio a un ser así en una carretera sombría que corría por
un valle, el cual le dejó señales de cuernos en el pecho y de garras en la
espalda; y cuando buscaron sus pisadas en el polvo, encontraron huellas
mezcladas de pezuñas hendidas y zarpas vagamente antropoides. En una ocasión,
un jinete del servicio de correo contó que había visto a la luz de la luna,
unas horas antes del amanecer, a un viejo corriendo y llamando a una criatura
espantosa que andaba a zancadas por Meadow Hill, y muchos le creyeron. Desde
luego, corrió una extraña historia una noche de 1710, cuando el viejo solitario
y decrépito fue enterrado en una cripta que había detrás de su propia casa,
cerca de la losa de pizarra sin inscripción. Nadie abrió la puerta que daba
acceso a la escalera del ático, sino que dejaron la casa como estaba, pavorosa
y desierta. Cuando se oían ruidos en ella, la gente murmuraba y se estremecía,
confiando en que fuese bastante sólido el cerrojo de la puerta del ático. Más
tarde, esta confianza se vio frustrada cuando el horror se presentó en la casa
parroquial y no dejó una sola alma viva o entera. Con el paso de los años, las
leyendas adoptan un carácter espectral... pero supongo que aquel ser debió de
morir, si era una criatura viva. Su recuerdo sigue siendo espantoso... tanto
más espantoso cuanto que ha sido secreto.
Durante esta
narración, mi amigo Manton se había ido quedando en silencio, y observé que mis
palabras le habían impresionado. No se rió al callarme yo, sino que me preguntó
muy serio sobre el niño que enloqueció en 1793, y que parecía ser el héroe de
mi historia. Le dije que el chico había ido a aquella casa encantada y
desierta, seguramente movido por la curiosidad, ya que creía que las ventanas
conservan latente la imagen de quienes habían estado sentados junto a ellas. El
chico fue a examinar las ventanas de aquel horrible ático a causa de las
historias sobre los seres que se habían visto detrás de ellas, y regresó
gritando frenéticamente.
Cuando acabé
de hablar, Manton se quedó pensativo; pero poco a poco volvió a su actitud analítica.
Concedió que quizá había existido realmente un monstruo espantoso; pero me
recordó que ni siquiera la más morbosa aberración de la naturaleza tiene por
qué ser innombrable ni científicamente indescriptible. Admiré su claridad y
persistencia; pero añadí nuevas revelaciones que había recogido entre la gente
de edad. Leyendas espectrales, aclaré, relacionadas con apariciones monstruosas
más horribles que cuantas entidades orgánicas podían existir; apariciones de
formas bestiales y -gigantescas, visibles a veces, y a veces - sólo tangibles,
que flotaban en las noches sin luna y rondaban por la vieja casa; la cripta que
había detrás, y el sepulcro junto a cuya losa ilegible había brotado un árbol.
Tanto si tales apariciones habían matado o no personas a cornadas o
sofocándolas, como se decía en algunas tradiciones no comprobadas, habían
causado una tremenda impresión; y aún eran secretamente temidas por los más
viejos de la región, aunque las nuevas generaciones casi las habían olvidado...
Quizá desaparecieran, si se dejaba de pensar en ellas. Es más, en lo que se
refería a la estética, si las emanaciones psíquicas de las criaturas humanas
consistían en distorsiones grotescas, ¿qué representación coherente podría
expresar o reflejar una nebulosidad gibosa e infame como aquel espectro de
maligna y caótica perversión, aquella blasfemia morbosa de la naturaleza?
Modelado por el cerebro de una pesadilla híbrida, ¿no constituirá semejante
horror vaporoso, con toda su nauseabunda verdad, lo intensa, escalofriantemente
innombrable?
Sin duda se
había hecho muy tarde. Un murciélago singularmente silencioso me rozó al pasar,
y creo que a Manton también, porque aunque no podía verle, noté que levantaba
el brazo. Luego dijo:
—Pero,
¿sigue en pie y deshabitada esa casa de la ventana del ático?
—Si
—contesté—. Yo la he visto.
—¿Y
encontraste algo... en el ático o en algún otro lugar?
—Unos
cuantos huesos bajo el alero. Quizá fue eso lo que vio el niño; si era muy
sensible, no necesitó ver nada en el cristal de la ventana para perder la
razón. Si pertenecían al mismo ser, debió de tratarse de una monstruosidad
histérica y delirante. Habría sido blasfemo dejar tales huesos en el mundo; así
que los metí en un saco y los llevé a la tumba que hay detrás de la casa. Había
una abertura por donde los pude arrojar al interior. No pienses que fue una
tontería por mi parte... Quisiera que hubieses visto el cráneo. Tenía unos
cuernos de unas cuatro pulgadas; en cambio, la cara y la mandíbula eran igual
que la tuya o la mía.
Al fin pude
notar que Manton, ahora muy cerca de mí, experimentaba un auténtico escalofrío.
Pero su curiosidad no se dejó intimidar.
-¿Y los
cristales de las ventanas?
-Habían
desaparecido todos. Una de las ventanas había perdido completamente el marcó;
en las demás, no había rastro de cristales en las pequeñas aberturas
romboidales. Eran de esa clase de ventanas de celosía que cayeron en desuso
antes de 1700. Supongo que llevaban un siglo o más sin cristales... quizá los
rompiera el niño, si es que llegó hasta allí; la leyenda no lo dice.
Manton se
quedó pensativo otra vez.
—Me gustaría
ver la casa, Carter. ¿Dónde está? Tanto si tiene cristales como si no, quisiera
echarle una ojeada. Y también a la tumba donde pusiste aquellos huesos, y la
otra sepultura sin inscripción... todo eso debe de ser un poco terrible.
—La has
estado viendo... hasta que se ha hecho de noche.
Mi amigo se
puso más nervioso de lo que yo me esperaba; porque ante este golpe de inocente
teatralidad, se apartó de mí neuróticamente y dejó escapar un grito, con una
especie de atragantamiento que liberó su tensión contenida. Fue un grito
singular, y tanto más terrible cuanto que fue contestado. Pues aún resonaba,
cuando oí un crujido en la tenebrosa negrura, y comprendí que se abría una
ventana de celosía en aquella casa vieja y maldita que teníamos allí cerca. Y
dado que todos los demás marcos de ventana hacía tiempo que habían
desaparecido, comprendí que se trataba del marco espantoso de aquella ventana
demoníaca del ático.
Luego nos
llegó una ráfaga de aire fétido y glacial procedente de la misma espantosa
dirección, seguida de un alarido penetrante que brotó junto a mí, de aquella
tumba agrietada de hombre y monstruo. Un instante después, fui derribado del
horrible banco donde estaba sentado por el impulso infernal de una entidad
invisible de tamaño gigantesco, aunque de naturaleza indeterminada. Caí cuan
largo era en el moho trenzado de raíces de ese horrendo cementerio, mientras de
la tumba salía un rugido jadeante y un aleteo, y mi fantasía se valía de ellos
para poblar la oscuridad con legiones de seres semejantes a los deformes
condenados de Milton. Se formó un vórtice de viento helado y devastador, y
luego hubo un tableteo de ladrillos y cascotes sueltos; pero,
misericordiosamente, me desvanecí antes de comprender lo que ocurría.
Manton,
aunque más bajo que yo, es más resistente; porque abrimos los ojos casi al
mismo tiempo, a pesar de que sus heridas eran más graves. Nuestras camas
estaban juntas, y en pocos segundos nos enteramos de que estábamos en el
hospital de St. Mary. Las enfermeras se habían congregado a nuestro alrededor,
en tensa curiosidad, ansiosas por ayudar a nuestra memoria, contándonos cómo
habíamos llegado allí; y no tardamos en saber que un granjero nos había
encontrado a mediodía en un campo solitario al otro lado de Meadow Hill, a una
milla del viejo cementerio, en un lugar donde se dice que hubo en otro tiempo
un matadero. Manton tenía dos serias heridas en el pecho, así como algunos
cortes o arañazos menos graves en la espalda. Yo no estaba malherido; pero
tenía el cuerpo cubierto de morados y contusiones de lo más desconcertantes, y
hasta una huella de pezuña hendida. Era evidente que Manton sabía más que yo,
pero no dijo nada a los perplejos e interesados médicos, hasta que le
explicaron cual era la naturaleza de nuestras heridas. Entonces dijo que
habíamos sido víctimas de un toro resabiado... aunque resultó difícil explicar
e identificar al animal.
Cuando las
enfermeras y los médicos nos dejaron, le susurré una pregunta sobrecogida:
—¡Dios mío,
Manton, ¿qué ha pasado? Esas señales... ¿ha sido eso?
Pero yo
estaba demasiado perplejo para alegrarme, cuando me contestó en voz baja algo
que yo medio me esperaba:
—No... no ha
sido eso ni mucho menos. Estaba en todas partes... era una gelatina... un
limo.., sin embargo, tenía formas, mil formas espantosas imposibles de
recordar. Tenía ojos... uno de ellos manchado. Era el abismo, el maelstrom, la
abominación final. Carter, ¡era lo innombrable!