jueves, 10 de noviembre de 2016

 ¿Todo para el pueblo...?

FRAGMENTOS 
DE LA LITERATURA
DEL SIGLO XVIII

Jean Jacques Rousseau, Emilio, o de la educación  

"(...) No puedo menos de poner aquí en evidencia la pretendida dignidad de los ayos, que por representar el impertinente papel de sabios desairan a sus alumnos, tratándolos con afectación, como si fueran niños, y distinguiéndose siempre de ellos en todo lo que les obligan a hacer. Muy lejos de abatir así su pecho juvenil, no omitáis nada para el fin de levantar su ánimo, hacedlos iguales vuestros, para que de esta forma lo sean, y si aún no pueden subir hasta vosotros, bajaos sin escrúpulos ni vergüenza hasta ellos. Pensad que vuestro honor se cifra más en vuestro alumno que en vos; tomad parte en sus yerros, con el fin de que se enmiende en ellos; haceos responsable de su ignominia con el fin de que se borre; imitad a aquel valiente romano que, viendo huir a su ejército y no pudiendo reunirle, corrió al frente de sus soldados gritando: «No huyen, sino que siguen a su capitán». ¿Se deshonró con eso? Al contrario, aumentó su gloria. La fuerza de la obligación y la hermosura de la virtud nos arrastran involuntariamente y arruinan nuestras desatinadas preocupaciones. Si me propinaran una bofetada desempeñando mis obligaciones en presencia de Emilio, lejos de vengarme me alegraría haberla recibido y dudo que se hallara hombre tan despreciable que por eso no me respetase más aún.(...) "

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  Thomas Hobbes, Leviatán
Fragmento 1. 
"El uso general del lenguaje consiste en trasponer nuestros discursos mentales en verbales: o la serie de nuestros pensamientos en una serie de palabras, y esto con dos finalidades [...]. Así, el primer uso de los nombres es servir como marcas o notas del recuerdo. Otro uso se advierte cuando varias personas utilizan las mismas palabras para significar [...]. Y para este uso se denominan signos. Usos especiales del lenguaje son los siguientes: primero, registrar lo que por meditación hallamos ser la causa de todas las cosas, [...]. En segundo término, mostrar a otros el conocimiento que hemos adquirido, [...]. En tercer término, dar a conocer a otros nuestras voluntades y propósitos, [...]. En cuarto lugar, complacernos y deleitarnos nosotros y los demás, jugando con nuestras palabras [...]. A estos usos se oponen cuatro vicios correlativos: Primero, cuando los hombres registran sus pensamientos equivocadamente, [...].
En segundo lugar, cuando usan palabrasmetafóricamente, [...]. En tercer lugar, cuando por medio de palabras declaran cuál es suvoluntad, y no es cierto. En cuarto término, cuando usan el lenguaje para agraviarse unos a otros [...]." 
Fragmento 2.
"[...] el uso de palabras para registrar nuestros pensamientos en nada resulta tan
evidente como en la numeración. Un imbécil de nacimiento [...] puede observar cada uno
de los toques de la campana y asentir a ellos, o decir uno, uno, uno; pero nunca sabrá qué
hora es. [...]"

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El sí de las niñas, de Leandro Fernández de Moratín. Estrenada en 1806.
Fragmento 1

"DON DIEGO: Ve aquí los frutos de la educación. Esto es lo que se llama criar bien a una niña: enseñarla a que desmienta y oculte las pasiones más inocentes con una pérfida disimulación. Las juzgan honestas luego que las ven instruidas en el arte de callar y mentir. Se obstinan en que el temperamento, la edad ni el genio no han de tener influencia alguna en sus inclinaciones, o en que su voluntad ha de torcerse al capricho de quien las gobierna. Todo se las permite, menos la sinceridad. Con tal que no digan lo que sienten, con tal que finjan aborrecer lo que más desean, con tal que se presten a pronunciar, cuando se lo manden, un sí perjuro, sacrílego, origen de tantos escándalos, ya están bien criadas, y se llama excelente educación la que inspira en ellas el temor, la astucia y el silencio de un esclavo."

Fragmento 2.
Acto I
[Entran en escena doña Francisca (Paquita en este resumen) y su madre, doña Irene. Vienen desde el convento en el que Paquita vivía para reunirse con el novio. Ambas junto con don Diego charlan sobre los pormenores de la elección de Paquita (ésta claro está solo se casa porque se lo manda su madre, ella vive enamorada de don Carlos]

D. DIEGO Es verdad. Sólo falta que la parte interesada tenga la misma satisfacción que manifiestan cuantos la quieren bien.
DOÑA IRENE Es hija obediente, y no se apartará jamás de lo que determine su madre.
D. DIEGO Todo eso es cierto; pero…
DOÑA IRENE Es de buena sangre, y ha de pensar bien, y ha de proceder con el honor que la corresponde.
D. DIEGO Sí, ya estoy; pero ¿no pudiera, sin faltar a su honor ni a su sangre…?
DOÑA FRANCISCA ¿Me, voy, mamá? (Se levanta y vuelve a sentarse.)
DOÑA IRENE No pudiera, no señor. Una niña bien educada, hija de buenos padres, no puede menos de conducirse en todas ocasiones como es conveniente y debido.

[Se cierra el acto con que la noticia de la llegada de don Carlos a la posada. Informado de los planes de boda  ha venido para tratar de impedirlo. Paquita recobra la ilusión y la esperanza de que pueda solucionarse todo]

Fragmento 3. 
Acto II
[(Escena V) De nuevo están juntos dialogando, doña Irene, don Carlos y Paquita. Don Diego sigue sospechando de los verdaderos sentimientos de Paquita, duda de si se casa porque quiere o porque su madre se lo manda ]

D. DIEGO Puede que esté llena de miedo, y no se atreva a decir una palabra que se oponga a lo que su madre quiere que diga… Pero si esto hubiese, por vida mía que estábamos lucidos.
DOÑA FRANCISCA No, señor; lo que dice su merced, eso digo yo; lo mismo. Porque en todo lo que me mande la obedeceré.
D. DIEGO ¡Mandar, hija mía!… En estas materias tan delicadas los padres que tienen juicio no mandan. Insinúan, proponen, aconsejan; eso sí, todo eso sí; ¡pero mandar!… ¿Y quién ha de evitar después las resultas funestas de lo que mandaron?… Pues ¿cuántas veces vemos matrimonios infelices, uniones monstruosas, verificadas solamente porque un padre tonto se metió a mandar lo que no debiera?… ¡Eh! No, señor; eso no va bien… Mire usted, Doña Paquita, yo no soy de aquellos hombres que se disimulan los defectos. Yo sé que ni mi figura ni mi edad son para enamorar perdidamente a nadie; pero tampoco he creído imposible que una muchacha de juicio y bien criada llegase a quererme con aquel amor tranquilo y constante que tanto se parece a la amistad, y es el único que puede hacer los matrimonios felices. Para conseguirlo no he ido a buscar ninguna hija de familia de estas que viven en una decente libertad… Decente, que yo no culpo lo que no se opone al ejercicio de la virtud. Pero ¿cuál sería entre todas ellas la que no estuviese ya prevenida en favor de otro amante más apetecible que yo? Y en Madrid, figúrese usted en un Madrid… Lleno de estas ideas me pareció que tal vez hallaría en usted todo cuanto deseaba.
DOÑA IRENE Y puede usted creer, señor D. Diego, que…
D. DIEGO Voy a acabar, señora; déjeme usted acabar. Yo me hago cargo, querida Paquita (…) sepa usted que yo no quiero nada con violencia. (…).
DOÑA IRENE ¿Puedo hablar ya, señor?
D. DIEGO Ella, ella debe hablar, y sin apuntador y sin intérprete.
DOÑA IRENE Cuando, yo se lo mande.
D. DIEGO Pues ya puede usted mandárselo, porque a ella la toca responder… Con ella he de casarme, con usted no.
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Prosa didáctica, Cartas marruecas, de José Cadalso. Publicada en 1789.

Carta XLIV

De Nuño a Gazel, respuesta de la antecedente


Empiezo a responder a tu última carta por donde la acabaste. Confírmate en la idea de que la naturaleza del hombre está corrompida y, para valerme de tu propia expresión, suele viciar hasta las virtudes mismas. La economía es, sin duda, una virtud moral, y el hombre que es extremado en ella la vuelve en el vicio llamado avaricia; la liberalidad se muda en prodigalidad, y así de las restantes. El amor de la patria es ciego como cualquiera otro amor; y si el entendimiento no le dirige, puede muy bien aplaudir lo malo, desechar lo bueno, venerar lo ridículo y despreciar lo respetable. De esto nace que, hablando con ciego cariño de la antigüedad, va el español expuesto a muchos yerros siempre que no se haga la distinción siguiente. En dos clases divido los españoles que hablan con entusiasmo de la antigüedad de su nación: los que entienden por antigüedad el siglo último, y los que por esta voz comprenden el antepasado y anteriores.

El siglo pasado no nos ofrece cosa que pueda lisonjearnos. Se me figura España desde fin de 1500 como una casa grande que ha sido magnífica y sólida, pero que por el discurso de los siglos se va cayendo y cogiendo debajo a los habitantes. Aquí se desploma un pedazo del techo, allí se hunden dos paredes, más allá se rompen dos columnas, por esta parte faltó un cimiento, por aquélla se entró el agua de las fuentes, por la otra se abre el piso; los moradores gimen, no saben dónde acudir; aquí se ahoga en la cuna el dulce fruto del matrimonio fiel; allí muere de golpes de las ruinas, y aun más del dolor de ver a este espectáculo, el anciano padre de la familia; más allá entran ladrones a aprovecharse de la desgracia; no lejos roban los mismos criados, por estar mejor instruidos, lo que no pueden los ladrones que lo ignoran.

Si esta pintura te parece más poética que verdadera, registra la historia, y verás cuán justa es la comparación. Al empezar este siglo, toda la monarquía española, comprendidas las dos Américas, media Italia y Flandes, apenas podía mantener veinte mil hombres, y ésos mal pagados y peor disciplinados. Seis navíos de pésima construcción, llamados galeones, y que traían de Indias el dinero que escapase los piratas y corsarios; seis galeras ociosas en Cartagena, y algunos navíos que se alquilaban según las urgencias para transporte de España a Italia, y de Italia a España, formaban toda la armada real. Las rentas reales, sin bastar para mantener la corona, sobraban para aniquilar al vasallo, por las confusiones introducidas en su cobro y distribución. La agricultura, totalmente arruinada, el comercio, meramente pasivo, y las fábricas, destruidas, eran inútiles a la monarquía. Las ciencias iban decayendo cada día. Introducíanse tediosas y vanas disputas que se llamaban filosofía; en la poesía admitían equívocos ridículos y pueriles; el Pronóstico, que se hacía junto con el Almanak, lleno de insulseces de astrología judiciaria, formaba casi toda la matemática que se conocía; voces hinchadas y campanudas, frases dislocadas, gestos teatrales iban apoderándose de la oratoria práctica y especulativa. Aun los hombres grandes que produjo aquella era solían sujetarse al mal gusto del siglo, como hermosos esclavos de tiranos feísimos. ¿Quién, pues, aplaudirá tal siglo?

Pero ¿quién no se envanece si se habla del siglo anterior, en que todo español era un soldado respetable? Del siglo en que nuestras armas conquistaban las dos Américas y las islas de Asia, aterraban a África e incomodaban a toda Europa con ejércitos pequeños en número y grandes por su gloria, mantenidos en Italia, Alemania, Francia y Flandes, y cubrían los mares con escuadras y armadas de navíos, galeones y galeras; del siglo en que la academia de Salamanca hacía el primer papel entre las universidades del mundo; del siglo en que nuestro idioma se hablaba por todos los sabios y nobles de Europa. ¿Y quién podrá tener voto en materias críticas, que confunda dos eras tan diferentes, que parece en ellas la nación dos pueblos diversos? ¿Equivocará un entendimiento mediano un tercio de españoles delante de Túnez, mandado por Carlos I, con la guardia de la cuchilla de Carlos II? ¿A Garcilaso con Villamediana? ¿Al Brocense con cualquiera de los humanistas de Felipe IV? ¿A don Juan de Austria, hermano de Felipe II, con don Juan de Austria, hijo de Felipe IV? Créeme que la voz antigüedad es demasiado amplia, como la mayor parte de las que pronuncian los hombres con sobrada ligereza.

La predilección con que se suele hablar de todas las cosas antiguas, sin distinción de crítica, es menos efecto de amor hacia ellas que de odio a nuestros contemporáneos. Cualquiera virtud de nuestros coetáneos nos ofende porque la miramos como un fuerte argumento contra nuestros defectos; y vamos a buscar las prendas de nuestros abuelos, por no confesar las de nuestros hermanos, con tanto ahínco que no distinguimos al abuelo que murió en su cama, sin haber salido de ella, del que murió en campaña, habiendo vivido siempre cargado con sus armas; ni dejamos de confundir al abuelo nuestro, que no supo cuántas leguas tiene un grado geográfico, con los Álavas y otros, que anunciaron los descubrimientos matemáticos hechos un siglo después por los mayores hombres de aquella facultad. Basta que no les hayamos conocido, para que los queramos; así como basta que tratemos a los de nuestros días, para que sean objeto de nuestra envidia o desprecio.

Es tan ciega y tan absurda esta indiscreta pasión a la antigüedad, que un amigo mío, bastante gracioso por cierto, hizo una exquisita burla de uno de los que adolecen de esta enfermedad. Enseñóle un soneto de los más hermosos de Hernando de Herrera, diciéndole que lo acababa de componer un condiscípulo suyo. Arrojólo al suelo el imparcial crítico, diciéndole que no se podía leer de puro flojo e insípido. De allí a pocos días, compuso el mismo muchacho una octava, insulsa si las hay, y se la llevó al oráculo, diciendo que había hallado aquella composición en un manuscrito de letra de la monja de Méjico. Al oírlo, exclamó el otro diciendo: -Esto sí que es poesía, invención, lenguaje, armonía, dulzura, fluidez, elegancia, elevación -y tantas cosas más que se me olvidaron-; pero no a mi sobrino, que se quedó con ellas de memoria, y cuando oye se lee alguna infelicidad del siglo pasado delante de un apasionado de aquella era, siempre exclama con increíble entusiasmo irónico: -¡Esto sí que es invención, poesía, lenguaje, armonía, dulzura, fluidez, elegancia, elevación!

Espero cartas de Ben-Beley; y tú manda a Nuño.

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El delincuente honrado, de Gaspar Melchor de Jovellanos

Escena IV
 
JUSTO, con voz interrumpida.
 

JUSTO.-  ¡Hijo infeliz...! Yo soy quien te priva de la inocente vida... Lo que hice por salvarle ha sido tan poco... ¡Qué idea tan horrible...! Pero no hay remedio... Bien presto la fúnebre campana me avisará de su muerte...  (Levantándose asustado.)  Ya parece que suena en mis oídos. ¡Santo Dios! (Paseándose por la escena con suma inquietud.)  No hallo sosiego en parte alguna. ¡Hijo desdichado! ¿Es posible...? ¿Conque tu inocencia, tus virtudes, los ruegos de un amigo, los tiernos suspiros de una esposa, las lágrimas de un padre y el sentimiento universal de la naturaleza, nada pudo librarte de la muerte; de una muerte tan acerba y tan ignominiosa...? ¡Buen Dios! ¿Por qué no le socorres...  (Asustado.)  ¿Pero qué ruido se oye? ¿Si estará ya expirando?


Escena V
 
SIMÓN, LAURA, JUSTO.
 
 
LAURA entra en la escena corriendo, desgreñada y llorosa, y su padre deteniéndola.
 

SIMÓN.-    (Desde el fondo.)  Señor, señor; no puedo detenerla. Un solo instante que nos descuidamos...

LAURA.-    (Mirando a todas partes.)  No, no; todos me engañan. ¡Crueles! ¿Por qué me quitáis a mi esposo? ¿Dónde está? ¡Qué!, ¿no parece? ¿Se le han llevado ya? ¡Verdugos! ¡Crueles verdugos de mi inocente esposo! ¿Estaréis ya contentos...? No, él no ha muerto aún, pues yo respiro. Dejadme, dejadme que vaya a acompañarle; que la sangrienta espada corte a un mismo tiempo nuestros cuellos... ¡Querido esposo! ¡Ah! Tú lucharás también con tus verdugos por venir a unirte con tu Laura. ¿Por qué no quieren que expiremos juntos?

JUSTO.-    (Procurando templar a LAURA.)  ¡Hija...!

LAURA.-    (Mirándole con horror.) Yo no soy vuestra hija, ¡cruel!, yo no soy vuestra hija. Vos me habéis quitado mi esposo; sí, vos me le habéis quitado. Y no os disculpéis con las leyes, con esas leyes bárbaras y crueles, que sólo tienen fuerza contra los desvalidos.

JUSTO.-  ¡Qué alma podrá resistir a tantas aflicciones!
 
(Se oye a lo lejos una confusa gritería, y casi al mismo tiempo el toque de la campana que se acostumbra en semejantes casos.)
 
Pero, ¡qué oigo! ¡Qué rumor...! ¡Oh, santo Dios! Recibe su espíritu.

 
(Se vuelve a arrojar en la silla, tomando la misma situación en que antes estuvo. LAURA corre como furiosa; su padre manifiesta también mucho dolor, y la sigue sin hablar.)
 

LAURA.-  ¡Qué! ¿Ya expiró? No, no puede ser... Mi esposo... ¡Oh, triste; oh, desdichado esposo...! Tu sangre corre ya derramada... ¡Ah!, voy a detenerla.  (Hace un esfuerzo por salir de la escena, y cae al suelo, oprimida del dolor.) 

SIMÓN.-  ¡Hija mía! ¡Hija de mi vida...! ¡Ah!, que no respira.

 
(Aquí se hace una larga pausa, y durante ella continúa el sonido de la campana.)
 

JUSTO.-  Este melancólico silencio llena mi alma de luto y de pavor. ¡Eterno Dios! ¡Tú has recibido ya su espíritu en la morada de los justos!

SIMÓN.-  Hija mía... ¡Oh, padre desdichado!

LAURA.-    (Volviendo en sí.)  Conque, ¿ya no hay remedio? Conque, el golpe fatal... No, yo no puedo vivir. ¡Querido esposo! ¡Ah, bárbaros! ¡Ah, crueles verdugos!

JUSTO.-  Buen Dios, pues nos envías esta tribulación, conforta nuestras almas para sufrirla.

SIMÓN.-  ¡Hija mía! ¡Querida Laura...!

LAURA.-    (Levantándose con furor.) ¿Y el justo cielo no vengará la sangre del inocente? ¡Oh, Dios! Atiende a mi ruego, y haz que perezcan los verdugos que le han asesinado; que la triste sombra de mi inocente esposo llene sus corazones de susto y de zozobra; que los gritos, los atroces lamentos de su viuda infeliz, resuenen siempre en sus almas impías, que sean eterno objeto de tu terrible cólera.  (Vuelve a caer en los brazos de su padre, como antes.) 

SIMÓN.-  ¡Hija...! El dolor la tiene sin sentido. ¡Hija mía...!

JUSTO.-  ¡Ah! ¡Su dolor es muy justo! ¡Desventurada...! Pero ¿qué nuevo rumor? ¿Qué habrá sucedido...?


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Noches lúgubres, de José Cadalso. Publicada en 1790.


"(...) ¡Hijos! ¡Sucesión! Éste que antes era tesoro con que Naturaleza regalaba a sus favorecidos, es hoy un azote con que no debiera castigar sino a los malvados. ¿Qué es un hijo? Sus primeros años..., un retrato horrendo de la miseria humana. Enfermedad, flaqueza, estupidez, molestia y asco... Los siguientes años..., un dechado de los vicios de los brutos, poseídos en más alto grado..., lujuria, gula, inobediencia... Más adelante, un pozo de horrores infernales..., ambición, soberbia, envidia, codicia, venganza, traición y malignidad; pasando de ahí... Ya no se mira el hombre como hermano de los otros, sino como a un ente supernumerario en el mundo. Créeme, Lorenzo, créeme. Tú sabrás cómo son los muertos, pues son el objeto de tu trato...; yo sé lo que son los vivos... Entre ellos me hallo con demasiada frecuencia... Éstos son..., no..., no hay otros; todos a cual peor... Yo sería peor que todos ellos si me hubiera dejado arrastrar de sus ejemplos.» «Sí; necio eres, y mereces compasión, si crees que esa voz tenga el menor sentido. ¡Amigos! ¡Amistad! Esa virtud sola haría feliz a todo el género humano. Desdichados son los hombres desde el día que la desterraron o que ella los abandonó. Su falta es el origen de todas las turbulencias de la sociedad. Todos quieren parecer amigos; nadie lo es. En los hombres, la apariencia de la amistad es lo que en las mujeres el afeite y composturas. Belleza fingida y engañosa... Nieve que cubre un muladar... Darse las manos y rasgarse los corazones; ésta es la amistad que reina. No te canses; no busco el cadáver de persona alguna de los que puedes juzgar. Ya no es cadáver.» «¡Qué triste me ha sido ese día! Igual a la noche más espantosa me ha llenado de pavor, tedio, aflicción y pesadumbre. ¡Con qué dolor han visto mis ojos la luz del astro, a quien llaman benigno los que tienen el pecho menos oprimido que yo! El sol, la criatura que dicen menos imperfecta imagen del Criador, ha sido objeto de mi melancolía. El tiempo que ha tardado en llevar sus luces a otros climas me ha parecido tormento de duración eterna... ¡Triste de mí! Soy el solo viviente a quien sus rayos no consuelan. Aun la noche, cuya tardanza me hacía tan insufrible la presencia del sol, es menos gustosa, porque en algo se parece al día. No está tan oscura como yo quisiera. ¡La luna! ¡Ah, luna! Escóndete, no mires en este puesto al más infeliz mortal.» «¿Si será esta noche la que ponga fin a mis males? La primera, ¿de qué me sirvió? Truenos, relámpagos, conversación con un ente que apenas tenía la figura humana, sepulcros, gusanos y motivos de cebar mi tristeza en los delitos y flaqueza de los hombres. Si más hubiera sido mi mansión al pie de la sepultura, ¿cuál sería el éxito de mi temeridad? Al acudir al templo el concurso religioso, y hallarme en aquel estado, creyendo que... ¿Qué hubieran creído? Gritarían: muera ese bárbaro que viene a profanar el templo con molestia de los difuntos y desacato a quien los crió.(...)"

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 Poesía del Neoclasicismo

Mas ya que ahora no puedo,
porque estás bien atizada,
si otra vez te hallo apagada,
sabré, perdiéndote el miedo,
darme una buena panzada». - See more at: http://albalearning.com/audiolibros/iriarte/22lechuza.html#sthash.x6gjzYlU.dpuf
 Poema 1. Fábula de "La hormiga y la pulga" de Tomás de Iriarte.

"Para no alabar las obras buenas, algunos las suponen de fácil ejecución


   Tienen algunos un gracioso modo


de aparentar que se lo saben todo,


pues cuando oyen o ven cualquiera cosa,


por más nueva que sea y primorosa,


muy trivial y muy fácil la suponen,


y a tener que alabarla no se exponen.


Esta casta de gente


no se me ha de escapar, por vida mía,


sin que lleve su fábula corriente,


aunque gaste en hacerla todo un día.


   A la pulga la hormiga refería


lo mucho que se afana,


y con qué industrias el sustento gana;


de qué suerte fabrica el hormiguero,


cuál es la habitación, cuál el granero,

cómo el grano acarrea,


repartiendo entre todas la tarea;


con otras menudencias muy curiosas


que pudieran pasar por fabulosas,


si diarias experiencias

no las acreditasen de evidencias.



   A todas sus razones


contestaba la pulga, no diciendo


más que estas u otras tales expresiones:


«Pues ya..., sí..., se supone, bien..., lo entiendo...,

ya lo decía yo..., sin duda..., es claro...,


está visto: ¿tiene eso algo de raro?»



   La hormiga, que salió de sus casillas


al oír estas vanas respuestillas,


dijo a la pulga: «Amiga, pues yo quiero

que venga usted conmigo al hormiguero.


Ya que con ese tono de maestra


todo lo facilita y da por hecho,


siquiera para muestra,


ayúdenos en algo de provecho».


   La pulga, dando un brinco muy ligera,


respondió con grandísimo desuello:


«¡Miren qué friolera!


Y ¿tanto piensas que me costaría?


Todo es ponerse a ello...

pero... tengo que hacer... Hasta otro día."


Poema 2, "A las musas", de Alberto Lista.

"Doctas Pimpleas, que las verdes faldas
moráis alegres del feliz Parnaso,
donde Castalia su inspirante onda
vierte suave;

Sed a mi canto fáciles, el día,
que vuestros dones celebrando grato,
del padre Betis el laurel frondoso
ciño a mi lira.

¿Y cuál primera mi atrevido acento
dirá a Vandalia, de canoros cisnes
madre fecunda, del divino Herrera
madre gloriosa?

Tú, Melpómene, del puñal infausto
la diestra armada, que al feroz guerrero
luciente aterra, cuando cae del hado
víctima triste;

o bien, Urania, de tu voz celeste
arrebatado, y la mansión etérea
diré de Jove, y el poder que temen
hombres y dioses:

que si fulmina su indignada diestra,
sobre los polos del excelso Olimpo
tiembla el palacio, la cabaña humilde
tiembla de Baucis.

Ya de Polimnia los festivos coros
seguiré alegre, cantaré las selvas
tuyas, oh Euterpe; o la que al vicio azota
Musa maligna.

Tú, dulce Erato, de mi amante pecho
nunca olvidada: que si bien los años
con triste hielo mi rugosa frente
ciñen y enfrían,

en otro tiempo me cediste el arpa,
donde resuenan tiernos los amores;
y el blando canto las hermosas ninfas
gratas oyeron.

Debí a tus dones en mi edad primera
gozos amables: rápidos volaron;
mas su memoria plácida tristeza
vierte a mi seno.

Tú, Musa augusta, que con santo plectro
muestras al hombre la virtud hermosa,
a ti mi lira, mi postrer aliento
rindo y dedico.

Por ti los muros de la antigua Tebas
levantó osada la anfionia lira;
por ti siguieron al ismario Orfeo,
montes y fieras:

por ti Delille, tierno y delicado,
gloria es del Sena: Pope más severo
por ti en la cumbre de Helicón sagrada
goza renombre.

Tú, dulce Clío, mi ferviente ruego
oye benigna: desusado canto
y audaz emprendo, que del sacro Betis
pare las ondas."


Poema 3, Anacreóntica, de Juan Meléndez Valdés.

                                                    "Viendo el Amor un día
                                                   que mil lindas zagalas
                                                   huían de él medrosas
                                                   por mirarle con armas,
                                                  dicen que, de picado,
                                                  les juró la venganza,
                                                  y una burla les hizo,
                                                 como suya, extremada.
                                                 Tornóse en mariposa,
                                                 los bracitos en alas,
                                                 y los pies ternezuelos
                                                 en patitas doradas.
                                                 ¡Oh! ¡qué bien que parece!
                                                 ¡Oh! ¡qué suelto que vaga,
                                                 y ante el sol hace alarde
                                                 de su púrpura y nácar!
                                                 Ya en el valle se pierde,
                                                 ya en una flor se para,
                                                 ya otra besa festivo,
                                                 y otra ronda y halaga.
                                                Las zagalas, al verle,
                                                por sus vuelos y gracia
                                                mariposa le juzgan,
                                                y en seguirle no tardan.
                                               Una a cogerle llega
                                                y él la burla y se escapa;
                                                otra en pos va corriendo,
                                                y otra simple le llama,
                                                despertando el bullicio
                                                de tan loca algazara
                                                en sus pechos incautos
                                                la ternura más grata.
                                               Ya que juntas las mira
                                               dando alegres risadas
                                               súbito Amor se muestra
                                               y a todas las abrasa.
                                               Mas las alas ligeras
                                               en los hombros por gala
                                               se guardó el fementido,
                                               y así a todos alcanza.
                                               También de mariposa
                                               le quedó la inconstancia:
                                               llega, hiere, y de un pecho
                                               a herir otro se pasa."
 
 
Atreverse a los autores muertos, y no a los vivos, no sólo es cobardía, sino traición
 
Cobardes son y traidores
ciertos críticos que esperan,
para impugnar, a que mueran
los infelices autores,
porque, vivos, respondieran.
Un breve caso a este intento
contaba una abuela mía.
Diz que un día en un convento
entró una lechuza... Miento,
que no debió ser un día.
Fue, sin duda, estando el sol
ya muy lejos del ocaso...
Ella, en fin, se encontró al paso
una lámpara o farol
(que es lo mismo para el caso),
y volviendo la trasera,
exclamó de esta manera:
«Lámpara, ¡con qué deleite
te chupara yo el aceite,
si tu luz no me ofendiera!
Mas ya que ahora no puedo,
porque estás bien atizada,
si otra vez te hallo apagada,
sabré, perdiéndote el miedo,
darme una buena panzada».
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Poema 4. "De Jovino a Anfriso", de Gaspar Melchor de Jovellanos 
 
Credibile est illi numen ineste loco.
Ovidio.

"Desde el oculto y venerable asilo,
do la virtud austera y penitente
vive ignorada, y del liviano mundo
huida, en santa soledad se esconde,
Jovino triste al venturoso Anfriso
salud en versos flébiles envía.
Salud le envía a Anfriso, al que inspirado
de las mantuanas Musas, tal vez suele
al grave son de su celeste canto
precipitar del viejo Manzanares
el curso perezoso, tal süave
suele ablandar con amorosa lira
la altiva condición de sus zagalas.

¡Pluguiera a Dios, oh Anfriso, que el cuitado
a quien no dio la suerte tal ventura
pudiese huir del mundo y sus peligros!
¡Pluguiera a Dios, pues ya con su barquilla
logró arribar a puerto tan seguro,
que esconderla supiera en este abrigo,
a tanta luz y ejemplos enseñado!
Huyera así la furia tempestuosa
de los contrarios vientos, los escollos
y las fieras borrascas, tantas veces
entre sustos y lágrimas corridas.
Así también del mundanal tumulto
lejos, y en estos montes guarecido,
alguna vez gozara del reposo,
que hoy desterrado de su pecho vive.

Mas, ¡ay de aquel que hasta en el santo asilo
de la virtud arrastra la cadena,
la pesada cadena con que el mundo
oprime a sus esclavos! ¡Ay del triste
en cuyo oído suena con espanto,
por esta oculta soledad rompiendo,
de su señor el imperioso grito!

Busco en estas moradas silenciosas
el reposo y la paz que aquí se esconden,
y sólo encuentro la inquietud funesta
que mis sentidos y razón conturba.
Busco paz y reposo, pero en vano
los busco, oh caro Anfriso, que estos dones,
herencia santa que al partir del mundo
dejó Bruno en sus hijos vinculada,
nunca en profano corazón entraron,
ni a los parciales del placer se dieron.

Conozco bien que fuera de este asilo
sólo me guarda el mundo sinrazones,
vanos deseos, duros desengaños,
susto y dolor; empero todavía
a entrar en él no puedo resolverme.
No puedo resolverme, y despechado,
sigo el impulso del fatal destino,
que a muy más dura esclavitud me guía.
Sigo su fiero impulso, y llevo siempre
por todas partes los pesados grillos,
que de la ansiada libertad me privan.

De afán y angustia el pecho traspasado,
pido a la muda soledad consuelo
y con dolientes quejas la importuno.
Salgo al ameno valle, subo al monte,
sigo del claro río las corrientes,
busco la fresca y deleitosa sombra,
corro por todas partes, y no encuentro
en parte alguna la quietud perdida.
¡Ay, Anfriso, qué escenas a mis ojos,
cansados de llorar, presenta el cielo!
Rodeado de frondosos y altos montes
se extiende un valle, que de mil delicias
con sabia mano ornó Naturaleza.
Pártele en dos mitades, despeñado
de las vecinas rocas, el Lozoya,
por su pesca famoso y dulces aguas.
Del claro río sobre el verde margen
crecen frondosos álamos, que al cielo
ya erguidos alzan las plateadas copas
o ya sobre las aguas encorvados,
en mil figuras miran con asombro
su forma en los cristales retratada.
De la siniestra orilla un bosque ombrío
hasta la falda del vecino monte
se extiende, tan ameno y delicioso,
que le hubiera juzgado el gentilismo
morada de algún dios, o a los misterios
de las silvanas dríadas guardado.
Aquí encamino mis inciertos pasos
y en su recinto ombrío y silencioso,
mansión la más conforme para un triste,
entro a pensar en mi crüel destino.
La grata soledad, la dulce sombra,
el aire blando y el silencio mudo
mi desventura y mi dolor adulan.

No alcanza aquí del padre de las luces
el rayo acechador, ni su reflejo
viene a cubrir de confusión el rostro
de un infeliz en su dolor sumido.
El canto de las aves no interrumpe
aquí tampoco la quietud de un triste,
pues sólo de la viuda tortolilla
se oye tal vez el lastimero arrullo,
tal vez el melancólico trinado
de la angustiada y dulce Filomena.
Con blando impulso el céfiro suave,
las copas de los árboles moviendo,
recrea el alma con el manso ruido;
mientras al dulce soplo desprendidas
las agostadas hojas, revolando,
bajan en lentos círculos al suelo;
cúbrenle en torno, y la frondosa pompa
que al árbol adornara en primavera,
yace marchita, y muestra los rigores
del abrasado estío y seco otoño.
¡Así también de juventud lozana
pasan, oh Anfriso, las livianas dichas!
Un soplo de inconstancia, de fastidio
o de capricho femenil las tala
y lleva por el aire, cual las hojas
de los frondosos árboles caídas.
Ciegos empero y tras su vana sombra
de contino exhalados, en pos de ellas
corremos hasta hallar el precipicio,
do nuestro error y su ilusión nos guían.

Volamos en pos de ellas, como suele
volar a la dulzura del reclamo
incauto el pajarillo. Entre las hojas
el preparado visco le detiene;
lucha cautivo por huir y en vano
porque un traidor, que en asechanza atisba,
con mano infiel la libertad le roba
y a muerte le condena, o cárcel dura.

¡Ah, dichoso el mortal de cuyos ojos
un pronto desengaño corrió el velo
de la ciega ilusión! ¡Una y mil veces
dichoso el solitario penitente,
que, triunfando del mundo y de sí mismo,
vive en la soledad libre y contento!
Unido a Dios por medio de la santa
contemplación, le goza ya en la tierra,
y retirado en su tranquilo albergue,
observa reflexivo los milagros
de la naturaleza, sin que nunca
turben el susto ni el dolor su pecho.
Regálanle las aves con su canto
mientras la aurora sale refulgente
a cubrir de alegría y luz el mundo.
Nácele siempre el sol claro y brillante,
y nunca a él levanta conturbados
sus ojos, ora en el oriente raye,
ora del cielo a la mitad subiendo
en pompa guíe el reluciente carro,
ora con tibia luz, más perezoso,
su faz esconda en los vecinos montes.

Cuando en las claras noches cuidadoso
vuelve desde los santos ejercicios,
la plateada luna en lo más alto
del cielo mueve la luciente rueda
con augusto silencio; y recreando
con blando resplandor su humilde vista,
eleva su razón, y la dispone
a contemplar la alteza y la inefable
gloria del Padre y Criador del mundo.
Libre de los cuidados enojosos,
que en los palacios y dorados techos
nos turban de contino, y entregado
a la inefable y justa Providencia,
si al breve sueño alguna pausa pide
de sus santas tareas, obediente
viene a cerrar sus párpados el sueño
con mano amiga, y de su lado ahuyenta
el susto y las fantasmas de la noche.

¡Oh suerte venturosa, a los amigos
de la virtud guardada! ¡Oh dicha, nunca
de los tristes mundanos conocida!
¡Oh monte impenetrable! ¡Oh bosque ombrío!
¡Oh valle deleitoso! ¡Oh solitaria
taciturna mansión! ¡Oh quién, del alto
y proceloso mar del mundo huyendo
a vuestra eterna calma, aquí seguro
vivir pudiera siempre, y escondido!

Tales cosas revuelvo en mi memoria,
en esta triste soledad sumido.
Llega en tanto la noche y con su manto
cobija el ancho mundo. Vuelvo entonces
a los medrosos claustros. De una escasa
luz el distante y pálido reflejo
guía por ellos mis inciertos pasos;
y en medio del horror y del silencio,
¡oh fuerza del ejemplo portentosa!,
mi corazón palpita, en mi cabeza
se erizan los cabellos, se estremecen
mis carnes y discurre por mis nervios
un súbito rigor que los embarga.

Parece que oigo que del centro oscuro
sale una voz tremenda, que rompiendo
el eterno silencio, así me dice:
«Huye de aquí, profano, tú que llevas
de ideas mundanales lleno el pecho,
huye de esta morada, do se albergan
con la virtud humilde y silenciosa
sus escogidos; huye y no profanes
con tu planta sacrílega este asilo.»

De aviso tal al golpe confundido,
con paso vacilante voy cruzando
los pavorosos tránsitos, y llego
por fin a mi morada, donde ni hallo
el ansiado reposo, ni recobran
la suspirada calma mis sentidos.
Lleno de congojosos pensamientos
paso la triste y perezosa noche
en molesta vigilia, sin que llegue
a mis ojos el sueño, ni interrumpan
sus regalados bálsamos mi pena.
Vuelve por fin con la risueña aurora
la luz aborrecida, y en pos de ella
el claro día a publicar mi llanto
dar nueva materia al dolor mío."

Y PARA TERMINAR, MÁS ARTE. 
GOYA. 

"La gallinita ciega"


"La pradera de San Isidro".


"La duquesa de Alba".



"Saturno devorando a su hijo"



























































































































Atreverse a los autores muertos, y no a los vivos, no sólo es cobardía, sino traición
 
Cobardes son y traidores
ciertos críticos que esperan,
para impugnar, a que mueran
los infelices autores,
porque, vivos, respondieran.
Un breve caso a este intento
contaba una abuela mía.
Diz que un día en un convento
entró una lechuza... Miento,
que no debió ser un día.
Fue, sin duda, estando el sol
ya muy lejos del ocaso...
Ella, en fin, se encontró al paso
una lámpara o farol
(que es lo mismo para el caso),
y volviendo la trasera,
exclamó de esta manera:
«Lámpara, ¡con qué deleite
te chupara yo el aceite,
si tu luz no me ofendiera!
Mas ya que ahora no puedo,
porque estás bien atizada,
si otra vez te hallo apagada,
sabré, perdiéndote el miedo,
darme una buena panzada».
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Atreverse a los autores muertos, y no a los vivos, no sólo es cobardía, sino traición
 
Cobardes son y traidores
ciertos críticos que esperan,
para impugnar, a que mueran
los infelices autores,
porque, vivos, respondieran.
Un breve caso a este intento
contaba una abuela mía.
Diz que un día en un convento
entró una lechuza... Miento,
que no debió ser un día.
Fue, sin duda, estando el sol
ya muy lejos del ocaso...
Ella, en fin, se encontró al paso
una lámpara o farol
(que es lo mismo para el caso),
y volviendo la trasera,
exclamó de esta manera:
«Lámpara, ¡con qué deleite
te chupara yo el aceite,
si tu luz no me ofendiera!
Mas ya que ahora no puedo,
porque estás bien atizada,
si otra vez te hallo apagada,
sabré, perdiéndote el miedo,
darme una buena panzada».
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Cobardes son y traidores
ciertos críticos que esperan,
para impugnar, a que mueran
los infelices autores,
porque, vivos, respondieran.
Un breve caso a este intento
contaba una abuela mía.
Diz que un día en un convento
entró una lechuza... Miento,
que no debió ser un día.
Fue, sin duda, estando el sol
ya muy lejos del ocaso...
Ella, en fin, se encontró al paso
una lámpara o farol
(que es lo mismo para el caso),
y volviendo la trasera,
exclamó de esta manera:
«Lámpara, ¡con qué deleite
te chupara yo el aceite,
si tu luz no me ofendiera!
Mas ya que ahora no puedo,
porque estás bien atizada,
si otra vez te hallo apagada,
sabré, perdiéndote el miedo,
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los infelices autores,
porque, vivos, respondieran.
Un breve caso a este intento
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entró una lechuza... Miento,
que no debió ser un día.
Fue, sin duda, estando el sol
ya muy lejos del ocaso...
Ella, en fin, se encontró al paso
una lámpara o farol
(que es lo mismo para el caso),
y volviendo la trasera,
exclamó de esta manera:
«Lámpara, ¡con qué deleite
te chupara yo el aceite,
si tu luz no me ofendiera!
Mas ya que ahora no puedo,
porque estás bien atizada,
si otra vez te hallo apagada,
sabré, perdiéndote el miedo,
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para impugnar, a que mueran
los infelices autores,
porque, vivos, respondieran.
Un breve caso a este intento
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Diz que un día en un convento
entró una lechuza... Miento,
que no debió ser un día.
Fue, sin duda, estando el sol
ya muy lejos del ocaso...
Ella, en fin, se encontró al paso
una lámpara o farol
(que es lo mismo para el caso),
y volviendo la trasera,
exclamó de esta manera:
«Lámpara, ¡con qué deleite
te chupara yo el aceite,
si tu luz no me ofendiera!
Mas ya que ahora no puedo,
porque estás bien atizada,
si otra vez te hallo apagada,
sabré, perdiéndote el miedo,
darme una buena panzada».
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para impugnar, a que mueran
los infelices autores,
porque, vivos, respondieran.
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contaba una abuela mía.
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que no debió ser un día.
Fue, sin duda, estando el sol
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Ella, en fin, se encontró al paso
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te chupara yo el aceite,
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Mas ya que ahora no puedo,
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si tu luz no me ofendiera!
Mas ya que ahora no puedo,
porque estás bien atizada,
si otra vez te hallo apagada,
sabré, perdiéndote el miedo,
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que no debió ser un día.
Fue, sin duda, estando el sol
ya muy lejos del ocaso...
Ella, en fin, se encontró al paso
una lámpara o farol
(que es lo mismo para el caso),
y volviendo la trasera,
exclamó de esta manera:
«Lámpara, ¡con qué deleite
te chupara yo el aceite,
si tu luz no me ofendiera!
Mas ya que ahora no puedo,
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